Cada época tiene un lugar amado que debe sembrarse en el alma, porque significa el refuerzo, constante, que es necesario dar a las emociones para despejar la bruma que oculta los recuerdos bonitos.
Y lo que uno ya no quiere, o el destino le ha negado, descartarlo, porque trae miseria, como los trapos viejos o las cosas rotas en la casa.
Lo mejor es convencernos de que nuestro paso por la tierra es la mejor oportunidad para recorrer, en una breve distancia y un minucioso tiempo, la senda personal.
Y de que no dejaremos nada, sólo nuestras obras buenas, que van a aquilatar el espíritu, en una semblanza de paz que se asemeja a la eternidad.
Porque todo se va yendo, o cambiando: lo que se conoció en la primavera de los años, ahora es pasado, otoño, y no se supo cuándo, ni cómo, pero pareciera haber sido en un entrecerrar de ojos.
Pero si uno se esmera en darle importancia a lo que hizo, a enmendarse, a corregir, a empezar -aunque sea tarde- lo que no hizo, habrá una justa recompensa del destino y una bondadosa depuración de las querencias.
El azul que llamamos cielo es la coqueta vanidad del universo, un conjunto solemne de grandezas que atraen y muestran lo que debe ser la existencia, para tomarla en serio e intentar comprender por qué se ha venido a la vida y, de suyo, porqué ha de irse uno de ella.
Y que las dudas, las desgracias y todo aquello que ensombrece la alegría de vivir, son frágiles, también.
Si uno es fundamentoso, encuentra su identidad: sólo basta fortalecer los sueños, sublimar las expectativas, dejar de lado lo corriente y acometer el tiempo con la certeza de que, así no nos hayan consultado, el misterio de existir debe ser un notable ejercicio del asombro y la intuición, para buscar en el tiempo un juicio digno de nuestros afanes.