Por estos días Medellín es un libro abierto siempre en primera página.
La invitación es a armar paseo de olla, pelota de números, pantaloneta en la cabeza, mascota, abuela con o sin gota, tía rica o pobre, para darse su rodadita por la fiesta del libro que tiene por escenario el Jardín Botánico. Déjese llevar por el olor de las letras.
En 2018 como lo sabe hasta el policía de la esquina, México lindo y querido es el invitado de honor.
(¿Qué tiene México en su hoja de vida que cerebros fugados como Arenas Betancourt, Botero, García Márquez, Mutis, Fernando Vallejo, se fueron a vivir allá?).
Un libro nuevo es un amigo que acabamos de conocer. No pise la yerba, ni se la fume: regale un libro, o cámbielo por otro. O déjelo abandonado en cualquier parte para que lo lea un prójimo. Al libro hay que verlo, oírlo, olerlo, gustarlo y palparlo. El libro, como los obstetras, está disponible las 24 horas del día y de la noche.
Como la mujer amada, se deja acariciar, morder la oreja. (De hecho, los libros deberían tener eróticas orejas).
En la mujer y en el libro se debe reincidir. La página es la piel del libro.
Como la mujer fatal, el libro no tiene presa mala: donde se le abra, sale –o se lee- un misterio. Lectores del mundo, uníos para encontrarle el punto G.
Favor no dejarse seducir por esos métodos de lectura rápida que invitan a despachar una novela de mil páginas en letra de edicto en menos que se persigna un pedófilo.
Para un libro, una feria es como el festival de Cannes para un can. O como una pasarela con las mejores estrías de la parroquia.
Los libros, como los buenos amigos, no pasan cuentas de cobro, no dan puñaladas traperas, no piden que les sirvamos de fiadores para alquilar un apartamento.
Los libros se empeñan en “desanalfabetizarnos”, en volvernos inmortales mientras los leemos. Y sanseacabó.
Qué emoción tan amarilla cuando se le mete el diente a un libro. Aunque a libro regalado no se le mira el diente. Se lee despacio y con buena letra. Ojalá subrayando la metáfora deslumbrante que no se nos ocurrirá en todas nuestras vidas.
El día termina con la llegada del conticinio, una misteriosa palabra que me llegó tarde. Pero antes de conocerla la adiviné, como dice el bolero.
Para muchos mortales es la mejor hora del día, y es en la noche. Es el momento en que “el músculo duerme la ambición descansa”.
El diccionario la define como ”hora de la noche en que todo está en silencio”. O sea, ni el papa te va a llamar. Esa hora que antecede al sueño que agradece Borges es la ideal para leer o releer al azar alguna ficción de nuestra biblioteca íntima. Es quizá la única hora del día en que somos libres.