Ahora tengo que buscar mucho para escuchar música bonita, tanto clásica como popular, esa que guardaba una añoranza en cada nota y en cada verso, que cantaba a los ojos bonitos, a las flores, a los pájaros, a la sonrisa de las niñas, al amor, y se sembraba en el sentimiento de la gente para hacerla buena.
O recurrir a mis viejos casetes y los CDs (ni hablar de los LP) que ya no se encuentran por ningún lado.
Antes, por ejemplo, existían las rondallas, conformadas por conjuntos de música de cuerdas y corales, en tono de romance, sin ampliación electrónica, con un gusto predilecto por temas que enaltecían el espíritu: eran llamados estudiantinas, tunas, o rondallas, con grupos de jóvenes que se reunían, cantaban e interpretaban –creativamente- los instrumentos musicales (sin arreglos) ahora casi desparecidos, como flautas, panderetas, violines, guitarras, laúdes, violoncelos, castañuelas y otros, comprimidos hoy en las modernas consolas electrónicas.
Hasta en sus temas nostálgicos había una extraña alegría y una fiesta de voces.
Recuerdo la Rondalla Colombiana, tocando aires nacionales e internacionales, de aquellos que nos hacían soñar. (Más local, la Tuna de Corponor, que marcó una bonita presencia en Cúcuta, o la Coral del Club del Comercio).
O la Tuna Javeriana, en mi época de universidad; era fascinante asistir a sus presentaciones y sentir el orgullo institucional, así como el fluir de la sensibilidad juvenil en el batir de capas, escudos, cintas multicolores y la contagiosa secuencia de sus movimientos en los bailes cadenciosos.
Todo esto había venido de la tradición española del siglo XVI, heredada a su vez de la música árabe, que nos trasmitió algunas cosas buenas, como esa de sentir la música y representar los sentimientos, organizar comparsas y vivir una era romántica plácida, casi primitiva, que se aloja ahora en el recuerdo con visos de nostalgia. Era un mundo más humano, agradable, más lento y sencillo.