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Romance de la nostalgia
El romanticismo es una nostalgia buena, algo así como una melancolía de lo que se hizo, o de lo que no.
Domingo, 24 de Enero de 2016

El romanticismo es una nostalgia buena, algo así como una melancolía de lo que se hizo, o de lo que no. Es, a la vez, un  extraño impulso que nos lleva a recuperar esa antigua forma de la esperanza que siempre está, como una semilla, dispuesta a mostrar que el mundo es una delicia cuando se redescubre y que, de los espejos en que se refleja el pasado, pueden rescatarse recuerdos nobles para disipar la bruma, forzar las emociones a fluir entre el corazón y las bondades de la vida, y sembrarse en las ilusiones.  

Esa nostalgia se percibe y tiene aroma de sueños, suena como una campana y se ciñe a la intimidad. Nos rememora que el compromiso con la existencia es obvio: vestirse de días y asumir, con tenacidad, la propia batalla.

Así, se estrecha el vínculo con el tiempo: la visión de estar alerta a sus señales, a tejer aquella red que pueda unir las orillas de lo mortal con lo espiritual, e ir eliminando lo superficial, para sólo trenzar las que se van a convertir en el eco de ese cielo de añoranzas que nos hacen sublimar las emociones; un cielo con vientos, con relojes de arena, con sonatas latentes, en fin, con esa savia de luz que va inmersa a los instantes de eternidad que están en otros hemisferios y sólo necesitan de ese tejido para incorporarlos al alma. Pero sólo dejará de ser un eco si se le canta una canción que haga del camino un espacio confidente, en un recurso íntimamente personal, profundo y consistente, apto para sentir la huella grandiosa del universo.  

El romanticismo está inscrito en el alma: ni en los incrédulos hay objeción a ello.

La misión es descubrir el valor para generar la aventura de cohabitar con el destino y aprender que el porvenir se construye cuando se supera el desequilibrio, se aleja el miedo y ganan las virtudes y el talento de cada quien.

Pero eso se logra, normalmente, con el paso de los años, cuando uno es maduro y se da cuenta de las tardes que perdió sin mirar los crepúsculos, o de las mañanas que ahora hacen tanta falta porque, también, se malgastaron sin mirar la aurora.

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