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Por quién doblan las campanas
Digo de sonido grueso, porque las campanas se clasificaban según la tonalidad de sus tañidos. 
Jueves, 3 de Septiembre de 2020

Ya no doblan las campanas. Menos mal, porque si doblaran, no darían abasto con tantos muertos que todos los días nos deja el animalejo chino. 
   
El doblar de las campanas –lo digo yo que fui acólito y le jalaba a eso de los repiques-,  consistía en una serie de tañidos lúgubres que el campanero debía sacarles a las campanas de sonido grueso, cuando alguien moría, para llamar a la misa de difuntos y para acompañar al finado cuando lo llevaban a enterrar. Finado quería decir que había llegado a su fin, que ya no iba más, que hasta aquí te trajo el río.

Digo de sonido grueso, porque las campanas se clasificaban según la tonalidad de sus tañidos. Las había alegres, juguetonas y cantarinas, especiales para los aguinaldos y la navidad. Las había de sonidos intermedios, ni tan tan,  ni tin tín. Y las había serias, como de la tercera edad, solemnes y a veces con depresión. 

Para los bautizos y primeras comuniones, procesiones y el día de la Nochebuena se daban repiques largos y jubilosos. Los repiques de campanas echaban a volar por los aires y la gente se alegraba, se cambiaba de ropas y se iba a misa. 

En cambio para los entierros no eran repiques sino dobles. Los dobles eran campanadas largas, tristes, lóbregas, que a uno le arrugaban el corazón. 

En caso de incendios, había un son especial, que era de angustia, de queja, de sufrimiento y a la vez de alerta. El toque de incendios se llamaba Plegaria.

Pero eso era el otro día, antes del Concilio Vaticano II, que tantas costumbres nos quitó. Los curas ya no usan sotana, sino se les ve en ropa de calentano, con yines rotos, tenis o pantuflas y camisas de camaleón en el bolsillo. Las mujeres van a la iglesia sin rebozo, en  shores cortiquiticos que los hombres hasta nos avergonzamos de ver semejantes tentaciones en el templo, y las campanas se acabaron. Las iglesias que ahora se construyen, ni siquiera campanario tienen. 

Había campanas famosas, traídas de Italia, la tierra de iglesias. Si la iglesia tenía campanas extranjeras, era un templo de caché. Y había campanas criollas, pueblerinas, con sabor a camino real, a arrieros, a sencillez.

Antiguamente en las casas de tipo colonial con claustro y zaguán, patio lleno de flores y corredores anchos y empedrados, cuando aún el timbre no había llegado hasta nosotros, había una campanita para que se anunciara el que llegaba. El sonar de la campana resonaba por todo el claustro. Hoy se acabaron las casas antiguas con zagúan y campanita.
  
Las únicas campanas que ahora quedan son las de los carritos de helados y paletas que van por las calles anunciando a niños y a viejos que llegó el helado o pocicle como antes de la era del progreso se les llamaba a los helados.
   
Durante la pandemia ni siquiera estas campanitas sonaron. Los heladeros tuvieron que encerrarse en sus casas, como todo el mundo, como casi todo el mundo, por miedo al tal coronavirus.
   
Hubo una época en que los carros repartidores de gas se anunciaban con una campana, y los carros de la basura y algunos de bomberos cuando no habían ensayado las sirenas.
   
Resumiendo, es hora de decir que a las campanas también les está llegando el fin.  Dentro de poco serán finadas. Con razón andan diciendo que después de la pandemia nada volverá a ser igual. El sonido de las pocas campanas que sobrevivan, ya no será el mismo. Después de la pandemia sólo habrá nostalgia de campanas. 

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