El anuncio del acuerdo sobre cese bilateral y definitivo del fuego y hostilidades y dejación de armas por parte de las Farc, esta semana, produjo regocijo entre un alto porcentaje de la población colombiana, y la esperanza de que, ojalá muy pronto, tengamos una patria en paz. Una patria de la cual nos sintamos más orgullosos y en la que podamos convivir pacíficamente.
La implementación de lo que hasta ahora se conoce de los acuerdos será difícil. Requerirá de la cooperación de todos los colombianos, de la buena fe de las Farc, del gobierno y de todas las instituciones, comenzando por el ejército y la policía.
El funcionamiento de las 23 “zonas veredales de normalización” será complejo. Estas zonas son territoriales, temporales, transitorias y, según se nos ha informado, lejanas a los cascos urbanos. En ellas las Farc adelantarán la dejación de las armas y la preparación para la reintegración a la vida civil.
Soy consciente de que resultaba prácticamente inevitable que se incluyera algún área cercana a la región del Catatumbo, en donde las Farc han mantenido presencia e influencia durante mucho tiempo. Así como este grupo guerrillero, el Eln, los paramilitares y los narcos han luchado sangrientamente por el control de ese territorio y del negocio de las drogas, el estado hasta ahora ha brillado por su ausencia.
Pero la escogencia de alguna vereda perteneciente al municipio de Tibú contradice, de entrada, los principios teóricos que guiaron la ubicación de los 23 municipios: se nos dijo que estarían distantes de cascos urbanos o cabeceras municipales y distantes también de áreas de frontera. Que no podrían estar ubicadas en parques naturales, áreas de cultivos ilícitos, explotación minera, grupos étnicos y resguardos indígenas. No se requiere conocer el Catatumbo para saber que el municipio de Tibú comparte una larga frontera con Venezuela, es uno de los centros de explotación petrolera por parte de Ecopetrol, está cerca del resguardo indígena motilón-barí y está rodeado de cultivos de coca y laboratorios. ¿Cuál será, entonces, la vereda escogida para el funcionamiento de la zona de normalización? Todavía no sabemos. Como un factor de riesgo adicional, se añade el peligro que implica para la paz y la seguridad de los guerrilleros de las Farc, la presencia del ELN.
Ojalá que la escogencia de Tibú signifique el fortalecimiento de la presencia del estado y sus instituciones. De otra manera, nuestras esperanzas de paz en el Norte de Santander y nuestros mejores sentimientos patriotas se verán frustrados.
¿Somos patriotas los colombianos? Yo diría que no mucho, si entendemos por patriotismo el sentimiento de admiración que nos vincula con la forma de vida de nuestro país y nuestra disposición a hacer sacrificios por la patria. Si lo entendemos como el sentimiento que nos liga a unos determinados valores, cultura y afectos, si lo somos.
Sin embargo, en general, los colombianos somos poco dados a expresar nuestro patriotismo y a traducirlo en acciones positivas por el país. La educación que se nos brinda desde las escuelas es muy débil en civismo. Muchas de nuestras instituciones, comenzando por el Congreso y la justicia, no nos dan grandes motivos de orgullo y admiración. La corrupción en los niveles locales de gobierno es tan rampante, que sentimos una lógica repugnancia frente a muchos de esos dirigentes.
Una de las claras y emocionantes excepciones es la del fútbol. Vibramos con nuestro equipo nacional. El día en que éste juega, muchísimos hombres, mujeres y niños visten orgullosamente su camiseta. Cantamos con emoción el himno nacional al comienzo de los partidos. Nos arropamos en la bandera y adoramos a nuestros jugadores. Por supuesto, protestamos cuando juegan mal, cosa que infortunadamente ha sucedido en varias ocasiones durante esta Copa América.
Allí hay una vena de patriotismo que los líderes colombianos deberían canalizar hacia otros aspectos fundamentales de nuestra vida como comunidad y como país.