Con tres meses largos de su administración, la alcaldesa de Ocaña, Miriam Prado Carrascal, logró lo que en otros gobiernos municipales parecía imposible: tranquilidad en los vecinos del parque de San Agustín y de la plazoleta de Martinete.
Los lugares céntricos, durante los últimos años, fueron tomados por los jóvenes, muchos de ellos universitarios, como la zona rosa de la ciudad, con el agravante de que desde sus vehículos, algunos de alta gama, prendían sus equipos de sonido al más alto volumen, en las noches y madrugadas, sin que la policía acudiera para correr a los parranderos, no obstante que los moradores de las casas adyacentes no pudieran conciliar el sueño.
De nada valieron los oficios enviados a la Secretaría de Gobierno ni los centenares de firmas que sustentaban las protestas y reclamos. Los uniformados, de una manera tímida se acercaban a los celebrantes y solo les recomendaban que bajaran el volumen, sin aplicar las normas que propenden por el derecho a la tranquilidad ciudadana.
Ahora es muy diferente. Los agentes vigilan de manera constante, tanto el parque como la plazoleta, sobre todo durante los fines de semana. Cuando observan de forma directa o responden a las llamadas de los afectados, ordenan con templanza y autoridad apagar los equipos de sonido o retirar los carros.
La pregunta que muchos nos formulamos: ¿por qué antes la policía no actuaba de manera diligente como ahora? ¿Sería que no había empatía entre el gobierno municipal y la comandancia policial? O, simplemente, no hubo interés por resolver el problema, o sencillamente, ¡no hubo gobernabilidad!
Ojalá que la mandataria, en este sentido, siga con las enaguas bien amarradas, para poner en cintura a los conductores que deambulan por las calles principales exhibiendo sus potentes equipos de sonido y, en el peor de los casos, con muchos tragos de bebidas alcohólicas en el cerebro.
Con este acto de autoridad, le devolveremos a la ciudad el ambiente de tranquilidad que se perdió y que no nos confundan con un pueblo polvoriento, donde reina la anarquía y el abandono estatal.
A la alcaldesa le queda un reto bien exigente, que incluso tiene un interesante costo político: meterle mano a la zona del mercado. Para muchos, “la tierra de nadie”, donde los conductores de camiones y buses , procedentes de los municipios vecinos, hacen lo que les da la gana, lo mismo que los vendedores ambulantes y estacionarios, amén de los carreteros.
Las vías que comunican a la plaza minorista y mayorista , al tiempo, varias se encuentran destrozadas, y al parecer, no se han podido reparar porque los propietarios de los depósitos se oponen.
Como si no bastara con estas irregularidades, el mercado, como se conoce de manera popular, se ha convertido en un centro de prostitución, de expendio de drogas alucinógenas, de venta de licores, y escenario de homicidios.
Sin exagerar, es un verdadero antro, que podría ocasionar serios problemas a los campesinos que lo frecuentan, a las amas de casa, y a una gran cantidad de personas que de él derivan su sustento.
Si la administradora de empresas pudo lograr la “paz acústica”, ¿ también lo hará con la “paz comercial”?