Madrid – “Aquel a quien siempre consideraré como el mejor y el más inteligente de los hombres que yo haya conocido…”, esta es la última y desgarradora frase con la que a cualquier fan de Sherlock Holmes que se digne de ello se le arrugó el corazón leyendo “El Problema Final”, el relato con el que Arthur Conan Doyle pondría fin a la carrera del detective luego de verse superado por su avasallante éxito. El lector siente un vacío en el pecho contagiado por el indescriptible dolor de Watson, ya no tanto por la muerte de Holmes sino por la soledad en la quedará sumido el leal doctor sin su amigo. Las cataratas de Reichenbach demandaron un sacrificio para detener al más peligroso de los criminales y aunque el que cayó fue Holmes, el que verdaderamente murió fue Watson.
La despedida de un detective literario es un evento particularmente triste, pues sus enrevesadas travesías son los retratos más auténticos de aquel mundo callejero y subterráneo que se esconde en las entrañas de toda ciudad. Allí donde solo la justicia se atreve a bajar para llevar un chispazo de luz a lo más profundo de las tinieblas urbanas. Mientras arriba en la superficie la sociedad vive el dulce sueño de la ignorancia, los detectives deben arremangarse la camisa y ensuciarse la gabardina si realmente están dispuestos a desvelar toda la verdad hasta la última página. Ellos son los “paladines de la Ley”, como bien lo definiría Watson en el epílogo que fungiría como homenaje a Holmes.
El próximo en decir adiós será Salvo Montalbano, el famosísimo comisario siciliano creado por el prolífico Andrea Camilleri, autor italiano que durante 25 años escribió, con religiosidad beata y muy a pesar de su ceguera, 39 tomos cortos con las aventuras de su irreverente personaje. El último de ellos, “Riccardino”, acaba de ser publicado en Italia de forma póstuma siguiendo las estrictas instrucciones que Camilleri dejó a sus editores antes de morir. Amante de la comida de su tierra y lector empedernido, Montalbano fue una apuesta por presentarle al mundo una Sicilia más allá de El Padrino, un rocambolesco agente de la justicia que planta cara a los villanos romantizados a los que Camilleri nunca dudó en criticar abiertamente.
Pero así como Montalbano sabe a pasta y pesto, muchos otros detectives de papel como él han alcanzado la inmortalidad como íconos de sus países. Solo hace falta echar un vistazo al Mario Conde de Leonardo Padura, atravesando el bochorno cubano para resolver intrincados misterios con bajo presupuesto; al Kostas Jaritos de Petros Márkaris, desentrañando complejas tramas empresariales en la Atenas moderna; a la Lisbeth Salander de Stieg Larsson, haciendo temblar a los poderosos de Suecia desde la pantalla de su computador; al Harry Hole de Jo Nesbø, sobreponiéndose a sus demonios personales para hacer de Oslo un lugar más seguro; o al Robert Langdon de Dan Brown, cuya única habilidad es saber de arte, pero que le basta para desmantelar los más sofisticados planes de cualquier sociedad secreta milenaria. Lloraremos a cada uno cuando se vayan.
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