Este otro espécimen del zoológico colombiano, el avivato, es el eslabón pedido entre el lagarto y el sapo. El eslabón encontrado entre el arribista y el sacamicas. Tiene de todos. Todos ponen en la hechura de esta rara ave del parque jurásico criollo. Con ninguno -y con todos- se identifica.
Nada en todas las aguas. Vive como corcho en remolino. Nunca se sabe si va o viene. En las campañas políticas se encienden las alarmas cuando irrumpe. El entorno del candidato no logra descifrarlo.
Si hay que cambiar de candidato, lo hace con tal exquisita sutileza que ni él mismo se da cuenta. Los tránsfugas de hoy bebieron en su extensa biografía. ¿O será al contrario?
Nunca pierde. Tampoco arrebata. No le interesa hacer ruido. Sus golpes son incoloros, inodoros, indoloros. Actúa desde el silencio. Como con anestesia. Eso garantiza el éxito del golpe. También así minimiza algún posible revés.
No está hecho para perder. No importa que las batallas ganadas sean pequeñas. Son la cuota inicial de las grandes.
El avivato es el rey de las colombianadas: se cuela en la fila, irrespeta la cebra, si tiene una oportunidad entre un millón de pasarse el semáforo en rojo, lo hace. Es manirroto con lo ajeno. Espera que el teléfono público le devuelva la moneda utilizada. Aprovecha cualquier papayazo. No da papaya.
Tiene moral elástica, de acróbata circense. Eso le permite venderse al mejor postor. O impostor. La semántica es lo de menos. Cambia de principios, según el estado del tiempo. Se apropia de este pensamiento de Groucho Marx, citado de memoria: Tengo principios pero si no le gustan se los cambio por otros.
Bordea el código penal. No necesariamente lo viola. Casi es inteligente. O mejor, es un inteligente al revés. Elogia sin empalagar. Mide los adjetivos. Sospecha que adjetivo que no mata, engorda. Detesta perder su línea “estética”.
Es un espléndido vividor. También lo retratan voquibles como vivo, vivaz, vivaracho, avispao, en el arcaico lenguaje de las abuelas. De pronto reencarna en “gigoló” en su acepción de mantenido. Así mejora su currículo.
Asume que se lo merece todo. No necesita plata. Le basta la que tienen los demás. O las demás, porque la mujer, además de musa, es óptima fuente de sus “ingresos”. Su gallinita de los huevos de oro. Porque tiene su sexapil, el encanto del que no tiene escrúpulos.
Jamás se pone colorado. Podría quedarse con ese detestable color de exalcohólico anónimo de por vida.
Ayuda en la corrida de un catre. Hasta en eso ve una magnífica posibilidad de sacar provecho. Los negocios hoy. No deja para mañana el tumbao que puede hacer hoy.
Si es necesario manda flores. No por coquetería. Por negocio. No da puntada sin dedal. Como cualquier Donald Trump, no tiene amigos, solo intereses.
No se excede en el licor. Su lengua podría traicionarlo, desmontar la tramoya. Necesita tener amarrada la sin hueso.
Correveidile, lleva y trae. No es croactivo en la zanahoria jerga del senador electo Antanas Mockus, quien salvó su curul. El avivato es un vulgar sapo.
Si es necesaria la elegancia para lograr algún cometido, la clona de cualquier “amigo”. Todo con tal de mejorar. Practica a diario su oficio. En eso consiste su profesionalismo
No tiene amigos. Es su extraña forma de ahorrarse enemigos. Así no se compromete. Es autosuficiente. Por si acaso, desconfía de sí mismo.
Miente solo por accidente. O por azar. Tiene claro que el mentiroso debe tener muy buena memoria. Así y todo, maneja múltiples discursos. Los sopla de acuerdo con el interlocutor. Lo aprendió de sus pares, los políticos. Porque buena memoria sí tiene. Alzheimer nunca se atreverá contra él.
Detesta la voz avivato. Le parece displicente. No le hace justicia. La vida no es fácil, piensa. Luego insiste en sus andadas de malandro sin hígado.
Colombia, “país de avivatos”, sintetizó el locutor Alberto Lleras Camargo en demoledor ensayo. Su abrazo es de boa: empieza por acariciar y termina triturando a la víctima.