Francamente, no recuerdo cómo surgió la idea. Tal vez fue durante alguna de aquellas horas muertas de la noche en las que ordenábamos pizza y ya sin corbata nos reuníamos en cualquier sala de conferencias para divagar al calor del pepperoni, mientras los contratos atrasados se revisaban solos en nuestras oficinas. El caso es que al día siguiente Panesso, Puerto y yo asaltamos a nuestro socio de confianza en su despacho para pedirle un favor muy particular sin hacer preguntas: meter la mano en un talego improvisado para elegir el libro que leeríamos ese mes. El azar dictó su sentencia, “La Nueva Lucha de Clases” de Slavoj Žižek sería el inicio de aquella gran aventura.
Un par de semanas después, al filo de la medianoche y todavía vestidos con el disfraz de abogados, instalamos la primera sesión de nuestro flamante club literario. Allí, con el quórum cumplido y entre mordiscos de una buena hamburguesa, discutimos acaloradamente sobre la crisis de refugiados, el ascenso meteórico de Donald Trump, los efectos nocivos de la islamofobia y muchos otros de los provocadores dilemas con los que las inflamables ideas de Žižek venían alimentando la chispa del debate durante aquellos días de lectura. Aquella noche los engranajes de nuestro experimento literario se habían puesto en marcha y ya no podíamos dar vuelta atrás.
Con el transcurso de los libros, la voz se fue corriendo por los pasillos del edificio de los venados y, con la misma espontaneidad con que nació, aquel petit comité bimensual de frikis empezó a ganar adeptos a todo lo largo de la jerarquía legal de la firma de abogados. Juniors recién eclosionados de la facultad que llegaban por curiosidad, asociados melancólicos buscando redención para su corazón de letras, leales secretarias que leían con más empeño que ninguno y socios entusiastas a quienes su alma de poeta les quemaba las entrañas. Todos eran bienvenidos en aquella clandestina hermandad de inconformistas.
Seguramente ninguna de las cuadriculadas ventanas colegas de la Calle 72, que se encendían cuando el cielo de Bogotá se apagaba, podría haber sospechado nunca que, a solo unos cuantos metros de su escritorio y en una de las firmas más grandes del país, la resistencia literaria se reunía con nocturnidad para ponerle los cuernos a la Ley y la jurisprudencia con “El Héroe de Nuestro Tiempo”, “Estudio en Escarlata”, “Matar a un Ruiseñor”, “El Aleph” y muchos otros títulos que lograron colarse furtivamente entre los códigos, los decretos y los fallos que embargaban nuestra cotidianidad.
Casi cuatro años han pasado desde mi última participación en las rocambolescas tertulias de aquel flamante club literario y aún hoy conservo muchos gratos recuerdos de ellas. Lo que empezó como un alocado disparate de tres amigos terminó convertido en la mejor de las excusas para fingir, así fuera por una noche, que no éramos lo que éramos. Una declaración de rebeldía contra las formalidades de nuestra profesión, la elección del bando de los cuentos y los versos contra la facción de los artículos y los parágrafos, una fabulosa insurrección de traje y corbata.
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