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Columnistas
Monólogo de ajuste
Toda la vida he ensayado a ser ajeno al mundo y, por ello, he sido medianamente feliz.
Domingo, 6 de Mayo de 2018

Aprendí a amar los bienes intangibles, a fortalecerme en la delicia que tienen las ideas en su pureza, las notas de la música en sus melodías, o los sueños en su metáfora espiritual.

Toda la vida he ensayado a ser ajeno al mundo y, por ello, he sido medianamente feliz, un poco protegido por la pureza del silencio y la tendencia, casi obsesiva, a estar solo, aunque me haya metido en medio del caos y haya jugado, también, a ser de sociedad.

Y no me explico cómo el aparato del destino me fue madurando, en una especie de empeño personal por hacer bien las cosas, a pesar de que, muchas veces, las hiciera mal, a aceptar las impresiones históricas de mis defectos y vaciarlas en un fondo de reciclaje de basura, del cual iban surgiendo consecuencias frescas para mi evolución.

La decepción por las cosas humanas y el desdén por la época y la gente -mi misantropía- pesan demasiado ante la balanza en que se tornan mis manos cuando tomo el cuerpo de un libro y comienzo a extraer la nostalgia de quien lo escribe, porque en eso, igual, he sido persistente, en leer de nostalgias y melancolías, que son una fase bonita de la esencia del recuerdo.

He querido conservar pura mi lealtad conmigo mismo, especialmente ahora, de viejo, darme el gusto de construir fábulas y estar orgulloso de ser infantil y simple: sólo me basta recurrir a los pajaritos y a las matas, hermosos ejemplos de felicidad natural, haciendo oposición a la vanidad, con una consciencia universal intuida a través de mi soledad: poseo espíritu con cuerpo, y no al revés, forjado en la universidad del alma.

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