Por temas laborales debo viajar a la ciudad de Cartagena con frecuencia. El fin de semana pernocté allá. Aproveché para ir al restaurante Interno, que ha mojado mucha prensa por estar ubicado al interior de una prisión y es atendido por mujeres que están privadas de la libertad. Quiero contar mi experiencia en ese lugar.
Lo gastronómico es bueno, pero nada del otro mundo. Una carta sencilla, compuesta de tres entradas y tres fuertes. Los vegetarianos nos vemos a gatas, pero ahí logré una buena ensalada.
Sin embargo, la experiencia relevante es en lo personal, en lo humano.
Se entra atravesando una puerta de barrotes. Allí se anuncia que hay una reserva, para que la puerta se abra. El lugar es un patio, con decorado básico, de buen gusto, sencillísimo, artesanal.
Las mujeres que atienden lo hacen de muy buena gana, pero son extremadamente básicas y simples en su formación como meseras. De haber estado en otro lugar, uno más ‘profesional’, quizá me habría incomodado muchísimo este asunto; pero en este caso no. Me pillé siendo condescendiente, paternalista, perdonando todos los errores que no hubiera pasado en otro lugar. ¿Por qué?
Pedí una botella de vino y la mesera, una morena absolutamente linda, quien –según entendí— está condenada por extorsión, llevó a la mesa los elementos: la botella y el sacacorchos. Dijo, con pena, que no sabía usarlos bien. La ayudé a abrir la botella, le expliqué como se servía, a quien se le daba a catar el vino. Me convertí, sin planearlo, en su profesor. No entiendo qué pasó por mi cabeza, pero me sentía casi en deuda con ella. Como si yo le hubiera fallado y esta fuera la forma en que yo pagaba mi culpa.
Llegaron los platos. Buenos, pero no exquisitos; nuevamente mi condescendencia se activaba.
Algo se despierta cuando se va a este lugar: una sensación de pena, inexplicable, me invadía y a la persona con quien estaba le pasó lo mismo, según me dijo a la salida.
Desconozco los delitos por los cuales estaban condenadas las mujeres que nos sirvieron, pero sé algo con absoluta certeza: uno es capaz de perdonar. Ahí, en el fondo de lo que algunos llaman alma, hay lugar para que una persona, que quizá ha cometido el peor de los males, sea perdonada. Ya me dirán algunos que perdonar no es igual a olvidar, y sí. Toda la razón les asiste. En mi caso nunca he sido víctima de un atentado atroz. Ni mi familia secuestrada, ni mis cercanos violados.
Por ese tipo de actos, precisamente, es que esas mujeres están encerradas. Rompieron la promesa que se firma al nacer: nunca hacer daño. Pero lo hicieron, y ahí están pagando su penitencia.
Ahora es el turno del que está afuera. No nos va a quedar otro camino que perdonar… Y enseñarles a abrir una botella de vino.