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Mensaje a un caricaturista
Don Vladdo, otro prodigio de mi abuela, de quien el beatle Lennon clonó sus gafas: A pesar de que era muy distinta de su costilla – o por eso mismo- su matrimonio fue eterno mientras duró.
Sábado, 9 de Febrero de 2019

Don Vladdo, salud.

Leyendo reciente columna suya en El Tiempo sobre su participación en el Hay Festival de Jericó, Antioquia, descubro que usted no sabe quién soy yo.

Tampoco lo sabe su anfitriona, Amalia de Pombo, mandamás del Hay. Y menos lo sabe el garufa del Pascual Gaviria con quien habló sin que el respetable abandonara la sala.

Nadie se retiró porque Jericó es tierra fértil para la libre expresión y se puede echar paja sin miedo. Allí brotan cachadoras (conversadoras) tan certeras que ellas solas se hacen visita. Una sola señora hace quórum y arma su croché.

Recuerda su cuasicuyabra persona a quien reclaman Armenia y Bogotá, que Jericó es la tierra de la madre Laura. Lo que ignoran Raimundo y todo el mundo es que no fue ella la primera santa nacida en Jericó. 

La primera santa es una tocaya de doña Amalia de Pombo, mi abuela Amalia Calle Botero. 

Pena me da con Santa Laura, pero el primer milagro del que tengo noticia no lo hizo ella sino mi abuela. Le resumo: Cualquier día oyó por la radio que también hacía las veces de televisión e internet, que el mundo se iba a acabar. “Recemos”, ordenó. “Encoramos el santo rosario”, como ella decía, y el mundo siguió su marcha. ¿Más milagro pa dónde?

Don Vladdo, otro prodigio de mi abuela, de quien el beatle Lennon clonó sus gafas: A pesar de que era muy distinta de su costilla – o por eso mismo- su matrimonio fue eterno mientras duró. Cuando murió dejando a su  marido soltero, cero kilómetros, este repitió “mártirmonio”. Decía que uno se casa para tener con quién hablar.

Mi abuela no necesitó –ni conoció- el mar, la lúdica, el teléfono, la televisión, internet. En cambio, tuvo diez hijos siguiendo el mandato bíblico de crecer.

A mamá Amalita nunca la ví sonreir. Era misteriosa como un carriel como el jericoano que le regalaron. O que compró.

Sospecho que para la foto oficial de matrimonio  tuvieron que llevar a un pintor de brocha frágil que la vio, se la grabó, después la dibujó y la pusieron al lado la foto de su marido, mi abuelo Carlos, un gozón que nunca “abdicó” de su bigote a lo Chaplin.

Despedían la jornada diaria con una pantagruélica comida (no nacimos pa aguantar filo) a la torera hora de las cinco en punto de la tarde, jugando tute con su esposo y rezando rosarios kilométricos para mantener a Dios de su lado. Y no cuento más milagros porque queremos santa para nosotros solitos.

No le quito más tiempo, don Vladimiro.

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