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Mario, medio loco y buena gente
Así como los niños de antes se afiebraban al trompo, y los de ahora al celular, Mario se afiebró a los libros.
Martes, 21 de Septiembre de 2021

Conocí a Mario Villamizar Suárez en la Academia de Historia como un hombre que no puede estarse quieto. Como si viviera con hormigas.  Va, viene, inventa cosas, es afiebrado por la historia, lee, escribe, manda, grita, regaña y se despeluca cuando no le salen bien las cosas. 

Así como los niños de antes se afiebraban al trompo, y los de ahora al celular, Mario se afiebró a los libros. Seguramente fue buen estudiante, digo yo. 

Se hizo economista, ocupó cargos de importancia, y cuando no le dieron más puestos, cogió la manía de estructurar proyectos y presentarlos aunque no se los aprueben. Emprende trabajos, no importa si le pagan o no le pagan (eso dice él, cosa que yo no le he creído). Hace puentes aunque nadie los use (el de Tienditas es un buen ejemplo). Y últimamente andaba con la chifladura de hacer un malecón en la orilla colombiana del río Táchira.  Todo porque es un economista medio chífilis y emprendedor como pocos en la región. 

Es perfeccionista y es un hombre bueno. Reparte con generosidad, sin pedir nada a cambio. Una vez se apareció en la Academia de Historia con una manotada de gorras blancas que llevaban el escudo de la Academia. Repartió, se le acabaron y fue por más. Jamás se supo a dónde fueron a parar esas gorritas pulcras, bien hechas y elegantes, pero no he visto a ningún académico luciéndola. Eso a Mario ni le va, ni le viene. Él cumple con dar, como en las Obras de Misericordia, lo demás no le preocupa.

Cuando a mí me hicieron trasplante de riñón en Bogotá, Mario, que es un viajero empedernido, se me apareció de golpe en la clínica, en la capital. Nunca supe cómo averiguó mi cirugía, ni dónde me hallaba hospitalizado, ni yo qué podía comer o qué tenía prohibido, pero allá llegó,  una tarde de lloviznas bogotanas, con una canastilla de frutas. En un principio no lo reconocí porque le habían puesto una bata quirúrgica y una mascarilla de plástico y un gorro de enfermería. Pero la voz de Mario es reconocible en cualquier lugar del mundo, por la tonalidad gutural que les pone a las palabras y la velocidad con que le salen de la boca, como una manada de terneros cuando salen del corral. 

Otra vez –era un diciembre de burritos sabaneros y misas de gallo- llegó a mi casa con una ancheta cucuteña: harina para los buñuelos, chocolate de cacao criollo, galletas, natilla, tres botellas de vino y una de Old Parr 18. Y unos alkaseltzer para el guayabo.  Me enternecí y le di un potente abrazo de aguinaldos. Como se aproximaban las elecciones para Junta directiva de la Academia de Historia, le juré, cruz en alto, que si se lanzaba a la presidencia, yo no votaría por él, para que no dijeran que estaba comprando votos con anchetas. 

Además de generoso, muestra sus locuras. Hace poco lo invité al Carmen de Tonchalá para que hablara, a través del canal TRO, de su paisana Juana Rangel de Cuéllar, en un programa en el que yo estaba colaborando. Llevó quesos y cucas para repartir entre los del equipo de grabación, y se consiguió una cabra para mostrar por tv  la riqueza caprina de aquel corregimiento.  

Últimamente se le metió la fiebre de escribir sobre Antonio Nariño,  quien llegó a Pamplona, disfrazado de monje, huyendo de una cárcel de España. Mario se salió con su locura. La semana pasada, con bombos y platillos y mucha gente, hizo la presentación de su libro. Bien por el historiador, que ya no es tan cascarrabias.

gusgomar@hotmail.com

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