Fuad Gonzalo Chacón
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@FuadChacon
Contra la incertidumbre vaporosa de este nuevo mundo que nos tocó vivir, no hay mejor remedio que aquellas viejas costumbres que siguen iguales a pesar de que todo alrededor suyo cambió y, de entre ellas, no hay costumbre que edifique más el alma que madrugar a las seis de la mañana para ver cómo, ante los ansiosos ojos virtuales del planeta en pleno, una pequeña puerta blanca de ribetes dorados abre sus fauces en Estocolmo para rugir el afortunado nombre del siguiente individuo que se despojará de su mundana condición de simple mortal y escalará al Olimpo de la inmortalidad literaria.
Pero, aunque para algunos el Premio Nobel nos evoca una peculiar clase de regocijo existencial, para otros es la personificación de una pesadilla de recurrencia anual que cíclicamente les persigue sin falta. Atrapados en este bucle de frustración están los mismos de siempre, los que pacientemente hacen la fila, pero nunca les llega el día de su suerte. Muchos son los candidatos que desde hace décadas han instalado campamentos permanentes en todas las quinielas a la espera de un quizás. A varios, tristemente, la fragilidad de su cuerpo logró doblegarles la fuerza de su deseo, algunos otros rezan para resistir y poder tirar los dados un año más, al tiempo que los sólidos favoritos esperan agazapados en el mutismo, combatiendo con estoicismo la llama inquieta que les quema por dentro.
El rostro icónico de esta lista es, sin duda alguna, Haruki Murakami, quien curiosamente comparte la dualidad de ser, a la vez, el más exitoso y el más odiado de los escritores del Japón. Demasiado comercial para un galardón que suele sorprender con exquisitos autores de bajo perfil y blanco predilecto de críticas mordaces que le acusan de novelas repetitivas, Murakami rompería librerías en el momento que más lo necesitan, pero carga sobre sus hombros la maldición eterna de ser él y haber construido una obra de fantasía moderna que carece del aderezo político que excita a la Academia Sueca.
Luego está Ngũgĩ wa Thiong'o, el anticolonialista profesor keniano. Volvió al sonajero en 2014 y desde entonces no hay octubre que no escuchemos hablar de él. A su favor tiene que es el candidato perfecto: Raíces profundísimas en su pueblo y su raza, un discurso de revolución lingüística que reivindica la herencia negra de las lenguas nativas, una historia personal tan sublime como trágica y un esperado regreso a la novela luego de 16 años de silencio que debutará la próxima semana en las estanterías. De no ser por el infranqueable olvido en el que la Academia Sueca tiene a África, ya podríamos darle como ganador.
Finalmente, está Ismail Kadaré, el último sobreviviente del trío legendario integrado con Amos Oz y Philip Roth. Aunque vigente y con una producción prolífica, el gran juglar de los Balcanes ha quedado rezagado por la purpurina y los flashes de otros nombres. Él es la voz del dolor albano y el drama kosovar y un justo ganador si el Premio Nobel fuera un asunto de justicia.
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