Reconozco que heredé de mi padre su temperamento fuerte y a la vez la solidaridad, o sensibilidad social. Él le tuvo miedo, pavor, a la ingratitud; por algo escuchaba con mucha atención la canción del cantautor argentino Carlos Spaventa, “La cama vacía”, que popularizó en el país el cantante tolimense Óscar Agudelo.
Dentro de los defectos y virtudes que lo caracterizaron como un ser humano muy generoso y analítico, con sus copas adentro, manifestaba que si había algo que lo martirizara o hiriera era la ingratitud.
De manera paradójica, la primera persona muda que encontró un método para enseñar a leer y escribir a quienes padecían la misma limitación fue el sacerdote francés Jean Baptiste Massieu, a quien por las altas razones filantrópicas se le atribuye la frase: “La gratitud es la memoria del corazón”.
La paradoja abunda en el mundo de la educación, por lo menos en nuestro país, porque muy pocos discípulos recuerdan y reconocen los aportes de sus antiguos maestros y profesores, cuando son exitosos profesionales.
Y para ahondar el antivalor, quienes más lo aplican son los mismos educadores cuando alguno de sus colegas se retira de la institución, por llegar al final de la trascendental misión y alcanzan la justa jubilación.
Con abrazos apurados se despiden los pensionados y sus realizaciones comienzan a ser ignoradas y sus nombres llenan las largas filas del olvido. Se afirma que la nueva etapa de los docentes puede desarrollar enfermedades mortales, pero no tan graves como las que lesionan el alma, la ingratitud.
Pero la que más hiere y atormenta es la que viene de los hijos, cuando la amnesia de los descendientes no les permite recordar los sacrificios, las caricias y la entrega de sus progenitores.
Algunos de los hijos se “distinguen” por ser utilitaristas, reconocen a sus padres por todo lo que reciben y desde el momento que no dependen económicamente de ellos, los desechan y los conminan al olvido.
Tuvieron a los mejores papás hasta cuando se graduaron como profesionales gracias a los esfuerzos económicos de ellos, con buenos salarios y con hogar propio, aprovechan pequeñas diferencias para cortar la comunicación con quienes en adelante no necesitarán.
Los ancianatos representan los escenarios más dramáticos para los padres “desechados”, con las pensiones que lograron con su trabajo duro y honesto se mantienen en condiciones dignas, pero las heridas que reciben con la ingratitud de sus hijos que tanto mimaron cuando eran niños, les restan las ganas de vivir y de allí son llevados al cementerio en medio del silencio y sin llantos.
Las lágrimas, la soledad y la tristeza que enmarca el final de los ancianos, representa de forma contundente el delito de la ingratitud, el que no es penalizado por la justicia mundana, pero que seguramente tendrá otras repercusiones .
“Yo no quiero que a mis hijos les toque pasar por esto, así me hayan abandonado en este asilo, los seguiré queriendo y recordando hasta que Dios se acuerde de mí”, expresó una viejita en uno de los ancianatos de la ciudad.
Hay otras expresiones de ingratitud que se manifiestan en familiares, compañeros de trabajo y amigos, que también duelen en el alma, pero no tanto como las anteriores.
Como epílogo de esta reflexión, se podría afirmar, que los discípulos desagradecidos, que los docentes indiferentes con sus compañeros , los amigos y los hijos ingratos, hacen parte del grupo de … “Los corazones que no tienen memoria”.