Me ha gustado ser viejo (nací viejo). La palabra tiene una sonoridad especial y sugiere cosas distintas, con una especie de extracto sabio de la costra de las experiencias y una hidalguía bonita, además, porque la nostalgia la decora y le enseña que la vida debe asumirse con la reverencia de cada época.
Entonces tiene uno tiempo para colar los años, así como el café, y darles una dimensión valiosa, según como fueron, si malos o buenos, o salpicados de la redención de tantos errores, para dejarlos recorrer y evaluar los sueños en una especie de confrontación emocional.
Los viejos aprendemos a ver la vida como una lección que, de tanto vivirse, debe contagiar de optimismo y deslizarse por los pliegues del alma para contar a los días la propia verdad. Así, podemos optar por el camino de la grandeza senil a través de una nueva escala de magnitudes, con un sistema de valoración en viceversa: lo que era grande ahora es pequeño y al revés, hasta que se concluye que lo que valía la pena era tan sencillo –y mínimo- que se ocultaba en el contenido de luz naciente del amanecer, o en el poniente de un crepúsculo hondo en pensamiento, que se lleva los colores de la esperanza a reposar en la noche.
Si se sabe vivir (la vejez), es benevolente; si no, se entrega uno a la decrepitud, que es la peor decadencia de los seres humanos que despiertan compasión y se dejan llamar adultos mayores y no viejos, como debe ser.
Los días pasan como una sombra fugaz y se envuelven en un ciclo de tiempo que va dejando una luminosidad interior que se denomina sabiduría: un punto de luz que titila, levemente, y sólo se enciende pleno al escuchar la melodía del destino que ilustra a los seres sensibles para abandonar el lastre en los rincones.
Hay una vida distinta por hacer en la vejez, si uno quiere: si no, los demás los dejan abandonado, porque, claro, las miserias causan vergüenza. (Nuestro fundamento de experiencia puede servir mucho a los demás, o a uno mismo).