Todo lo del pobre es robado: soy un día más rico cada cuatro años y eso me convierte en incómodo bisiesto. Un simple día me hace pasar de ingenuo Jekill a perverso Mr. Hyde.
Como Don Fulgencio, no tuve infancia. Como Homero Simpson, no tuve niñez. Soy un lapsus del almanaque. Mes bonsái, bien podría no haber nacido.
Ningún poeta me ha dedicado un anoréxico haikú. Solo Sábato me mencionó citando a una vecina suya de Santos Lugares: “Qué lástima morir en febrero cuando no hay nadie en Buenos Aires”.
Alguna vez me pasé de vivo y fui el mes dedicado a los muertos. Pero vino noviembre y se adueñó de la efeméride.
Soy un mes sánduche que queda entre dos prepotentes ricos en horas: enero y marzo, cada uno de 31 días. ¿Por qué no quitarle un día a enero y otro a marzo y así los tres quedamos uniformados en 30? La justicia cojea pero nunca llega al almanaque.
A manera de equívoca indemnización, soy un mes plagado de vírgenes y, por tanto, mártires.
En mi jurisdicción de días el eterno almanaque Brístol recuerda a las santas Águeda, Apolonia, Escolástica, Eulalia, en cuyo nombre hay orgía de vocales en medio de consonantes eréctiles.
Agabo, Cirilo y Onésimo, son otros santos sin tocayo que hacen su agosto en febrero.
Me parezco a esos ignorados parientes pobres a los que colocan de últimos para tener en cuenta si aparece alguna abrumadora lotería.
Siento que todo el mundo tiene prisa por salir de mí. No provoco ni veniales. Hasta a los relojes les da pereza dar la hora en febrero.
Por solidaridad de género, prolongo el machismo de los demás meses, todos masculinos. Ni una disidencia femenina con la cual caer en la tentación de una canita al aire.
Felizmente, Rio de Janeiro decidió llenar de caderas sus carnavales este mes anoréxico como periódico del martes.
Del ahogado el sombrero: los floricultores colombianos me miran como si fuera la tierra prometida por aquello del día de San Valentín.
A veces despierto sintiéndome un mes pegado con babas. Extraña fortuna estar hecho de restos de días, horas, segundos, que les sobran a los demás colegas del calendario. Algo así como un sobrado de tigre del tiempo.
A finales del mes, cuando deshojo la margarita de los últimos días, sufro angustia existencial. No hay Freud que cure mis achaques. Acabo con las existencias de klínex ante la perspectiva del anonimato que me viene pierna arriba.
Podría no existir y no pasaría nada. Sería un buen mes para que se acabara el mundo. Nos agarraría a todos con los calzones abajo.