Uno aprende sentir con emoción la realidad de su vida cuando apunta en el libro de los recuerdos cosas bonitas, especialmente aquellas cercanas a ese litoral de fantasía que se abraza con los dedos al acariciar los sueños entre las manos.

Las cosas bonitas se deslizan por los ojos; ya depuradas de las basuras penetran y limpian el alma, la dejan fluir por todas partes, por el pensamiento, por los sentidos, por el espíritu, por el intelecto, para dejar en ellos la paz que, únicamente, existe en el cultivo de la soledad.  

Y ahí no caben las penas que juegan al escondite, o las decepciones que se dan a diario y, menos, la farsa de las cosas que se hallan en esa valla de púas que nos aísla de la verdad individual.

(Ni caben el olvido ni el perdón, porque esas son otras falsas condiciones humanas: la única manera de perdonar se llama desprecio que, en el mejor sentido de la palabra, buenamente, se entiende como indiferencia o destierro. Para la libertad, lo mejor es desterrar del corazón los escombros).

Entonces la misión es amarrar la serenidad a las entrañas, con ese dulzor que proviene de la sencillez, de la ternura, de hacer del tiempo la brevedad continua de un amanecer ruborizado de esperanza.

Y erigir un estandarte que dé lugar a la avanzada de las ilusiones, abriendo cada uno de los cristales de luz que se dibujan en el camino y son como señales de aquellos senderos que conducen a la sensatez, a la armonía, a la inefable sensación de estar en medio de un valle, o de una montaña, reclinado en la propia dignidad decidiendo qué hacer, hacia qué camino ir, porqué optar: entonces no será necesario gritar por la libertad, sólo cantarla.  Es el comienzo de La Sabiduría, la cual nace como un deseo de conocer, de instruirse en la verdad: así y sólo así se cumplirá la misión de ir al horizonte máximo, allí donde cae el arco iris.