Al inicio de 2020 la economía mundial insinuaba una era de alzas de precios. Se empezaban a sentir incrementos y distorsiones en la logística; los contenedores se tornaron escasos por los puertos congestionados; las navieras estaban en proceso de fusión y sus decisiones de rutas y frecuencias hicieron énfasis en la rentabilidad de cada una y no en la atención universal en lo geográfico, o permanente y previsible en el tiempo; esto afectó primero a los países en desarrollo. Sucedió luego el bloqueo del Suez, con perjuicios mayores para Europa y la cadena de suministro mundial; siguieron los ciberataques a oleoductos y refinerías en los EE. UU., a los sistemas electorales y a plantas procesadoras de carne y productoras de pulpa de madera y papel.
Vino una descolgada dramática de los precios de las materias primas por el virus: petróleo por debajo de 10 dólares el barril; cobre a 2 la libra; carbón a 38 la tonelada. Hoy el petróleo está a 72 dólares, siete veces más; cobre a 4,5 la libra, dos veces y media más; y el vilipendiado carbón a 109 dólares la tonelada, es decir, tres veces y media más que hace un año. El aluminio está en alza; el mineral de hierro ha duplicado su valor; el acero ha subido casi al triple en doce meses. Para probar que de esta oleada inflacionaria no se salva nadie, el índice de precios al productor en China alcanzó su máxima expansión anual situándose en 9 %. El precio del papel y sus materias primas va verticalmente hacia arriba, con aumentos ya visibles en productos como el papel higiénico, producto tan demandado en nuestra sociedad en tiempos de incertidumbre.
La carne de res, de pollo y de cerdo no escapa a esta tendencia. Los alimentos concentrados derivados de la soya y del maíz han tenido sobredemanda de choque para evitar el colapso de granjas y hatos, haciendo que el pollo en EE. UU. haya escaseado por primera vez en la historia. El clima seco en Brasil, Tailandia y buena parte de Europa ha afectado la oferta agrícola en la cadena mundial y Rusia, primer productor de trigo, ha gravado con impuestos su exportación. En materia de alimentos, en resumen, la FAO estima que los precios se han incrementado en más del 40% desde junio de 2020. Inflación por caída de la oferta y por reanimación aguda de la demanda. Por eso en el campo colombiano hay bonanza de café, cacao, azúcar, aceite, aguacate y carne.
En el país estas alzas nos siguieron golpeando sin remedio desde fines de 2020 hasta abril del presente. Vino el paro y con él los inaceptables bloqueos que han exacerbado la crisis de precios, competitividad y autoridad que se nos avecina. A la falta de contenedores, se sumó el aislamiento forzado de Buenaventura y Cartagena. Al alza de fletes del inicio de 2020, se sumó la negativa de las navieras a recalar en Colombia por razones de seguridad o de congestión. Lo que Hanna Ziady de CNN ha llamado la “tormenta perfecta” sobre una economía. Así las cosas, a junio, la inflación colombiana va para 4%; la de los EU para 5%.
La otra causa que la ha acelerado es el conjunto de paquetes monetarios que en todos los países se han implementado. Son necesarios, por supuesto, para sobrevivir a la COVID. La pregunta es cómo esterilizar esos flujos públicos hacia grandes porciones de población, sin causar conmoción social.
Vendrá la discusión en los bancos centrales sobre tasas de interés. Sus integrantes no deben caer en el pánico; deben ayudar a los gobiernos a fortalecer primero la oferta, que las empresas produzcan, crezcan y generen el empleo que vaya sustituyendo buena parte de los subsidios virales. Subir prematuramente las tasas, agravaría las cosas y pondría en riesgo adicional la estabilidad del sector financiero, cuya crisis sería como enfrentar un tsunami en medio de la tormenta.