Uno sale a la curva del tiempo a hacer su casa, a tallar la madera de su árbol, a seguir su estrella, a aspirar esa fragancia de las cosas bonitas que lo inspiran a observarlas por dentro y, luego, sembrarlas en su alma -como semillas azules- abonadas desde el corazón.    

Y si encuentra su misión, la acepta, la acoge con bondad y entrega todo lo suyo, su sabiduría, el esplendor de su ternura, las manos, las ideas y las gotas de su esencia, de la misma eternidad surge una puerta, -con una campana y un espejo-, que se abre generosa para hospedar al universo que desciende.

Entonces el tiempo se vuelve manso y se deja acariciar, se alinea en el círculo preciso e indica la huella a seguir, para regresar a la solemnidad de la propia historia y hallarla en un papel, o en una sonrisa, en la lluvia o en signos que acechan la vida para demostrar que no es una mera casualidad.

Es la maravillosa propuesta de encontrar un instante por cada instante que queda atrás, en recuperar la ruta al orden que, si ocurre un número infinito de veces, entra en la simetría cíclica de que un viejo concepto florece en el presente sí, y sólo sí, está curtido de olvido.

Es esa ley circular de la repetición del destino, un movimiento continuo hacia la coincidencia con el pasado, con esa serie de sucesos que son el reflejo de una existencia paralela, ya trazada en el tiempo. 

(A propósito, ¿no ha tenido usted la sensación de haber vivido ya un momento que está ocurriendo? Si es así, es una sombra de la eternidad que retorna, algo así como ese silencio rumoroso que uno atisba al asomo de los recuerdos).

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