Nuestra fragilidad ante la muerte tiene dos opciones, acatar sin entender o encender una luz para asimilar su verdad absoluta, superior al dramatismo humano- plenamente justificable-, pero inútil ante su ciclicidad perfecta.  

La muerte es similar a una gran vigilia de la vida y, aunque nos aterre, si no la idealizamos apropiadamente en el espacio y el tiempo, el miedo ganará siempre la partida y nos ocultará la versión real de la eternidad. 

Es bien difícil, pero debemos conjugarla con sus propios verbos, entenderla y dotarla de alas, de sustantivos y adjetivos que la hagan sentir como una percepción original del universo y un alegre retorno a Dios.

La muerte es la cábala suprema, algo así como un horizonte que se esfuma, la subordinación ante lo intemporal, la ruta a la dimensión esencial de la vida, el fin del laberinto de los límites superficiales y la última cita con la consciencia. 

Bajo la sombra sabia del infinito, esa conjetura mágica descubre los sucesos intemporales e intenta explicar las contradicciones, los enigmas y los misterios, para sellar los azarosos asuntos del destino.  

Ante esta perplejidad, lo mejor es aproximar el alma a la fuerza atrayente de lo oculto, fortalecer la intimidad para cuando ocurra y, algún día, desde lo alto de una espiga, con su trino de pájaro, se proclame irreversible. 

Los imperfectos la consideramos absurda, pero, lo cierto es que debemos sembrarla en nuestra nostalgia buena, en esa palabra interior que no se dice, la que nace en el silencio azul y engendra lo abstracto: ¡-algún día, juntos, amigos, de nuevo soñaremos el mundo-.

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