Fueron muchas las reuniones que hasta la madrugada compartí con el presidente de la CGT. Para la negociación del salario mínimo; para discutir algún proyecto gubernamental; para acordar decisiones sobre competitividad que presentaríamos al gobierno; para analizar los espinosos temas de Colombia en la OIT de cuyo Consejo de Administración terminó siendo miembro, el más sobresaliente de América Latina en el grupo de los trabajadores, como lo es hoy Alberto Echavarría, vicepresidente de la ANDI, en el grupo empleador.
“Cómo seré de viejo, que me acuerdo del tren llegando a Cachipay, con la tonada oyéndose en la estación”, me dijo una vez cuando le hice una broma sobre su juventud. Había nacido en ese ilustre municipio cundinamarqués hace 70 años. Pasó su juventud allí, se educó en la red docente local, muy cercana a los religiosos, y pasó al seminario donde tomó contacto con las ideas en ese momento revolucionarias de la Teología de la Liberación y de la respuesta institucional del Vaticano, la Doctrina Social de la Iglesia.
Ayudante de una imprenta, se vinculó luego al movimiento sindical no marxista e hizo carrera en la CGT, fundada en 1971 como contrapeso a los extremos laborales de derecha e izquierda. Cuando se proclamó que la constitución de 1886 había muerto, tal y como se dijo de la de 1863 cuando aquella se proclamó, Julio Roberto aspiró a la Asamblea Constituyente, sin éxito, pero ese ejercicio le dio conocimientos del funcionamiento de nuestro sistema político. Hizo parte del Polo, en su ala moderada con Luis Eduardo Garzón y Antonio Navarro; apoyó a Santos y a Angelino en la segunda vuelta de su primera elección, y se enfrentó a la CUT cuando, influenciada por las posturas politizadas y radicales de Fecode, se pasó a la actitud de bloqueo y francotiro de todo esfuerzo de concertación social. Se unió al Paro Nacional contra Duque, rechazando la violencia.
Con Julio Roberto era posible el diálogo, inclusive el social. Ese que se requiere en toda sociedad democrática moderna para conciliar intereses entre los actores más disímiles y contrapuestos; ese diálogo que permite luchar por los propios ideales, respetando los de los otros; que abre puertas a las convicciones respetando las de los demás; ese que deja construir proyectos con consideración por los que no están de acuerdo dadas sus convicciones, o simplemente porque temen al cambio, como pasó con el TLC con los EEUU. Con él y Lucho Garzón fue posible usar como insumo de la negociación del salario mínimo, liturgia que disfrutaba mucho Gómez, el índice de productividad que hoy permite tener una base objetiva para esa decisión de tanta influencia en la economía. Pudimos llegar en Ginebra, en la OIT, a un acuerdo tripartito para enfrentar la grave crisis de los asesinatos de líderes sindicales, asunto de alta sensibilidad que casi nos llevó a que el mundo embargara nuestro crédito y nuestro comercio exterior; tanto avanzó Colombia en esa organización después de ser parias por veinte años, que Angelino Garzón fue candidato a Director, Julio Roberto y Echavarría fueron elegidos miembros del Consejo de Aministración y yo, como presidente de la ANDI, vicepresidente de la Organización Mundial de Empleadores. Ese capítulo sensible de nuestra política exterior, termina felizmente con una ovación de pie al Presidente Santos por parte de la Asamblea General de la OIT de 2018.
“Claridad y uno conserva los amigos”, decía en la primera reunión de la Comisión de Concertación, y todos sabríamos a continuación si habría posibilidad de acuerdo en salarios o no.
Muere otro colombiano ilustre en manos de la COVID, aquí huérfana de vacuna. Los empresarios deben honrar su memoria como la de un compatriota sensato, alejado de la polarización y constructor de consensos. Los trabajadores han perdido un buen ejemplo; el estado un buen líder y los gremios un buen interlocutor en el avance social. A todos nos hará falta.