Una democracia que funcione con pesos y contrapesos, con un liderazgo pendiente del interés colectivo, unos órganos de control independientes y objetivos, medios y redes hurgando en los nidos del comején, debería tener elecciones sin sobresaltos institucionales. Los programas que desarrollan los gobiernos deberían tener una ejecución que trascienda los períodos de los gobiernos y solo mire los cronogramas de terminación de las obras o de culminación de una determinada política. En una democracia así no se requiere más garantía preelectoral que la del voto ciudadano acompañado de plena libertad de opinión y amplia difusión de las propuestas de los candidatos y de sus partidos o movimientos.
Cuando una democracia es susceptible de influencia notable por cuenta de la orientación del gasto público o de la financiación de contratistas del estado o del crimen organizado a las campañas políticas, la cosa se complica. Esa distorsión se produce por un déficit de ciudadanía, es decir, porque la gente se interesa poco en los asuntos colectivos y mucho en los individuales o grupales derivados de la acción política y del funcionamiento del Estado. Se da también el riesgo de torcedura de la voluntad popular, cuando los subsidios y las ayudas necesarias para los más pobres y que sean pertinentes en los momentos críticos de desastre natural o de COVID, se distribuyen para mantener la clientela, o para comprar apoyos nuevos cuando los rubros se incrementan, especialmente sin una razón objetiva como el aumento de la indigencia o el desempleo súbito.
El país previral avanzaba bien en ese camino de una mejor democracia. Se legisló contra la corrupción electoral, se depuraron las listas del Sisbén, se otorgaron ayudas con base en la información de las nóminas de las empresas, se destaparon ollas de compra masiva de votos como la de Ayda Merlano, huésped ilustre de Venezuela. Con defectos, siempre hemos respetado los resultados electorales aún con ínfimas mayorías, como los referendos de Uribe y de Santos o las curules de Congreso que se ganan por unos pocos votos.
No son estos defectos males tropicales: en EE. UU. ha avanzado el uso del gasto público para mover los afectos políticos hacia republicanos o demócratas, tal como lo hizo Clinton con el NAFTA, Trump para aspirar a la reelección o Biden con la ley de infraestructura recientemente aprobada. Casos parecidos se mencionan cada vez más en Italia, España y el Reino Unido.
Donde no hay elecciones abiertas, el problema no es la gente; sí lo son los círculos de poder que escogen el liderazgo, como en China o Rusia, donde la corrupción con sordina ronda, se alimenta desde el poder y se nota.
La Ley de Garantías se estableció en 2005 para que entre otras cosas, los funcionarios ejecutivos del orden nacional, departamental y municipal no hiciesen contratos ni acuerdos interadministrativos que influyesen en las elecciones respectivas. Dicen unos que su derogatoria es necesaria para la reactivación económica, desconociendo que las fallas están en la baja ejecución del presupuesto general que va en 45% hasta agosto y en que cada presidente solo tiene tres años de iniciativa del gasto. Otros sostienen que esta norma se justificó cuando había reelección presidencial; sin embargo, bien sabemos que la tentación de “dejar sucesor” es un mal democrático en los niveles nacional y regional de la mayor peligrosidad y que no necesariamente aparece de un gobierno a otro, sino que puede sobrevenir con años de por medio, para “retornar a mejores tiempos”. De congresistas sí hay reelección; casi todos la quieren.
Derogar la Ley de Garantías da un pésimo mensaje sobre la solidez de nuestro estado de derecho. Más bien controlemos sus desvíos. Cuando se acabe la miseria se acabará el Sisbén; cuando seamos desarrollados, se desmontarán las exenciones tributarias. Cuando la política en Colombia sea transparente y dedicada al bien común, deberá desmontarse la Ley de Garantías.