Hace poco un amigo me regaló la primera edición en español de la autobiografía de Malcolm X, escrita por el extraordinario Alex Haley. Un libro monumental, épico, escrito con fuego en el fragor de las luchas por las libertades civiles de los negros norteamericanos a mediados del siglo XX. Un libro dictado por la historia y vivido por un hombre que son muchos hombres: Malcolm somos todos.
La primera vez que lo vi fue en una fotografía que mi padre guardaba debajo del vidrio de su escritorio. Yo tenía ocho años y veía a un Malcolm en plena efervescencia, con el cabello crespo y una mirada fija, clavada en el horizonte. Llevaba gafas grandes con montura de carey. El brazo derecho extendido en arco, con el puño cerrado y el dedo índice señalando hacia arriba, como un Moisés que muestra el camino de la emancipación a una multitud que durante siglos ha padecido los vejámenes del racismo.
Tenía la cabeza grande y maciza sobre un cuello rígido, y el labio inferior mordido con fuerza por dos dientes blancos, en el calor de un discurso. Los pómulos secos, el mentón pronunciado, la larga nariz ancha y gruesa, con fosas nasales abiertas de animal mitológico que escupe fuego. Yo lo veía así, a los ocho años, en esa fotografía de mi padre en su escritorio y durante muchos años creí que era mi tío.
La fotografía en blanco y negro le daba una inconfundible atmósfera familiar, por eso siempre creí que un día tío Malcolm iba a llegar para diciembre con regalos y cosas. Pero nunca llegó. Mejor dicho: nunca llegó porque siempre estuvo ahí: debajo del vidrio del escritorio de mi padre, con esa expresión volcánica a punto de explotar. Cuando quería verlo, me encaramaba en el escritorio y le hablaba a través del vidrio y tío Malcolm respondía siempre con una sonrisa.
Un día, lo vi en la revista Life, en español, de la cual mi padre tenía una suscripción, y allí me enteré que Malcolm X no solo no era mi tío sino que había muerto muchos años antes de que yo naciera. Fue un golpe duro, como si de la noche a la mañana te dijeran que tu papá no es tu papá y que además está muerto. Tiré la revista al suelo y al siguiente día comencé a crecer. Ahora, después de tantos años, me manda con un amigo su autobiografía: el regalo que me estaba debiendo.