En pleno reinado de Coronavirus I, me gozo estos setenta y pico de años que me tienen encuarentenado como a miles de contemporáneos. Con la acción de tutela interpuesta por los altivos líderes de la revolución en marcha de las canas, ojalá nos aflojen algo la cincha.
El presidente Duque insiste en mantenernos guardados en urna triclave para que no nos pise un colibrí en la calle. “Ay, amor, no me quieras tanto”, digamos con la canción.
Hace diez años ennietezco por cuenta de cuatro nietos que son la verdadera reencarnación, dice Simón Vélez, arquitecto y guaduólogo manizaleño.
Soy un rico sin plata porque tengo salud y tiempo libre. El almuerzo nunca ha estado embolatado. Hago mía la frase de Agustín de Hipona en el sentido de que la riqueza no radica en tener mucho, sino en necesitar poco.
Mi salud es tan buena que soy candidato a morirme de puro aliviado. Un cáncer pasó por aquí; cate que sí lo vi pero siguió de largo. Gracias, médicos.
Les he bajado al azúcar y a la grasa. No sigo dieta alguna. Me hago ver de la próstata cada año. Urólogo y proctólogo se encargan de violarme anualmente en parte anal. Todo bien, todo bien.
Envejecer y ennietecer es cambiar de médicos (un adagio afirma que el buen médico acompaña a sus pacientes hasta la tumba. Los espero pero no todavía).
A estas avanzadas edades conviene ayudarse con un puré de pepas diario. Laboratorio da lo que natura va quitando.
No me he retirado del trago ni de otros pecados capitales y no capitales:
ellos han tenido la coquetería de retirarse de mí.
Tengo muchos libros por leer, de pronto alguno por escribir. Desde hace 20 años tengo listo el título de mi primera novela: “El hombre que no escribía novelas”. No le he agregado una letra. No me dicta la ficción.
Puedo garrapatear cuartillas sin caer en el estrés de pensar dónde me van a publicar. O a pagar. Ya no necesito posar de importante ni de inteligente y eso me aligera el estrés en un 99%. No estoy en el mercado laboral.
Nunca he disfrutado tanto de los verbos leer y escribir con los que he levantado para la yuca.
A estas alturas del partido, digo con un personaje que interpreta Julia Roberts, en una película cuyo nombre me niega un coqueto e incipiente alzhéimer: “Siento que estoy empezando a desaparecer”.
Me contradigo, luego existo, o sea que todavía puedo hacer dos cosas al tiempo. “No se puede ser el mismo en todas las estaciones”, pienso con Antonioni.
Redistribuyo mi ingreso de pensionado con los pájaros de mi barrio que cantan sin esperar aplausos. Lo hacen por amor al arte.
He procurado vivir siguiendo el consejo del cascarrabias del Mark Twain: vive de tal forma que hasta el empresario de pompas fúnebres lo lamente…