De una forma persistente el tiempo se presenta cada año nuevo a renovar su alianza: observa los rincones del alma, penetra en ella y busca, afanoso, la transformación que espera después de su visita anterior.

Se mueve ágil atisbando la evolución en madurez, la solidez de criterio, la serenidad, el camino recorrido, como en un repaso para justificar el derecho a continuar.

Evalúa el crecimiento en razón y en sentimientos, el ascenso en desapego, el control en autonomía y la independencia de la presión de la modernidad.

Es como el viejo sereno de las calles de Cúcuta y su verdadero nombre es destino; representa la dimensión humana de la sabiduría universal en dos vertientes: una, abrumando al hombre cuando mira el cielo estrellado y se siente mínimo; otra, afianzando su dignidad a partir de una especie de ley moral íntima e individual que lo haga sentir máximo.

El destino se desprende de un espíritu inteligente, sabio en enseñar la vida, multiforme, sagaz, único; y se esmera por hallar intermediarios mortales, porque quiere sembrarse en los humanos para rendir un homenaje a su existencia. Por eso les da la ventaja de la libertad, se la grita a veces, se la exige, para que comprendan su propia responsabilidad: ¿Qué otra óptima manera hay para retarlo a uno a ser feliz?

El alma resplandece entonces –benevolente-, se convierte en un crisol donde se funden la naturaleza de la verdad interior y la intuición de la felicidad: es nuestro deber emprender, a cada instante, la labor necesaria para construir mejor la historia personal, oculta en ese ciclo de alternativas que no alcanzamos o no queremos vislumbrar.

Uno está en el derecho, o no, de aceptarlo o quedarse en el ocaso, de avanzar con los minutos y de apretujar el corazón para inventar un sueño...hasta la nueva ronda, cuando pite el sereno y cuente su romance con la vida.