Cuando observé la imagen del tumor cerebral de Hugo Alfredo sentí mucho temor y después de hacer la respectiva consulta con algunos médicos, comencé a comprender que la vida de mi gran amigo ya marcaba su límite.
Los exámenes especializados en Bucaramanga y Bogotá fueron reiterativos, y él, alimentaba muchas esperanzas, manifestaba que estaba animado y optimista, sin embargo, lo rodeaba un ambiente extraño y temeroso.
Sus salidas al centro de la ciudad empezaron a disminuir, pocas veces se reunía con Pedro y conmigo en las cafeterías donde solíamos departir y en las que a veces le reprochábamos algunos comportamientos que a nuestro juicio eran nocivos para su deteriorada salud.
En diciembre no viajó a Cúcuta para compartir la Navidad con sus tres hijos ni lo escuchamos exclamar: ¡qué viva diciembre!, como siempre lo hacía en los inicios del mes más alegre del año.
Por intermedio de su esposa Miriam o de su hermano Jairo, nos enterábamos de la evolución de su caso, que de manera paulatina se complicaba.
A través de esas fuentes supimos que difícilmente se levantaba de la cama, procurando ser muy prudentes consultamos que si era conveniente visitarlo y de esa manera llegamos a su casa y nos encontramos con un cuadro conmovedor y doloroso.
Su lucidez se evaporaba con los rayos del sol que entraban por la ventana de su habitación. Me apretó la mano con mucha fuerza y la sostuvo durante casi diez minutos, mientras que su mirada era peregrina y a través de sus ojos intentaba manifestarme algo o quizá pretendía un auxilio que seguramente estaba muy distante de mis posibilidades.
El impacto fue tan duro que decidí no volver a visitarlo y así se lo manifesté a su compañera y hermano, porque sentí una enorme impotencia y no quería verlo desmoronarse, sin embargo, buscaba información constante hasta el momento final.
El día de su muerte, estaba muy lejos, con mi esposa acompañábamos a nuestros dos hijos en Bogotá (María del Mar y Nahún Alejandro, a quiénes consideró sus sobrinos). En la madrugada del domingo pasado me despertó el piar angustioso no sé si de un pollito o un pajarito dentro del apartamento ubicado en un quinto piso, cerca de la Universidad Nacional.
Me levanté a comprobar lo que escuchaba y después de no encontrar ninguna explicación, la puerta que pretendí cerrar opuso cierta resistencia y al acostarme de nuevo, timbró mi celular y en la pantalla vi el nombre de Jairo quien al contestar la llamada con un llanto desesperado exclamó: ¡se murió Rafael! (Hugo Alfredo).
Sentados en la cama, Mary me propuso que le rezáramos, más le dije que mejor hablaría con su espíritu y me dediqué a agradecerle el aprecio que nos brindó y los momentos bonitos que pudimos disfrutar.
Nos conocimos en el Colegio Caro, en primero de bachillerato, en 1967, junto con Pedro Rizo, Alonso Mejía y Orlando Caicedo. Dos años después nos reencontramos en la Normal “Francisco Fernández de Contreras”; en el grado cuarto armamos la rosca con Luis Palacio, Hernando Patiño, Óscar Mora, y nuevamente con ‘Loncho’, como él lo llamaba, hasta graduarnos como maestros y conservar la estrecha amistad a lo largo de un medio siglo.
Oficié como padrino de su matrimonio con Marlene Sarmiento y fui testigo del nacimiento de sus tres hijos, Jesús Alfredo, Rafael Emilio y María Constanza. Actué como consejero cuando decidió disolver su vínculo y emprender una nueva vida junto a Miriam Solano. Siempre le recomendé lo que consideraba justo y favorable para sus proyectos, siempre pretendí orientarlo y respaldarlo.
A escasas dos horas del funeral escribo esta breve crónica y me preparo para soportar su despedida definitiva y acompañarlo hasta su tumba.
Siempre que escuche los paseos vallenatos de Poncho Zuleta, “Los tiempos cambian” y “El estudiante pobre” , junto con el merengue de Camilo Namén , “Mi gran amigo”, sentiré que seguirá cantándolos en las parrandas que probablemente vendrán.
Hugo Alfredo, mi gran amigo, o mi hermano, como solías decirme, hay muchísimos motivos y experiencias para nunca olvidarte, voy a recordarte con la balada de Luis Alberto Espinetta, que cantó de manera magistral el argentino Leonardo Favio, “Para saber cómo es la soledad”.