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El teléfono de Voltaire
Siempre he creído que el periodista debe ser un crítico de su sociedad y de su época.
Jueves, 14 de Enero de 2016

Siempre he creído que el periodista debe ser un crítico de su sociedad y de su época.

Porque la crítica (ese “público y libre examen”, como afirmaba Kant), es lo único que permite  que un país ingrese a la modernidad.

Aunque la crítica ha existido siempre (desde Moisés, cuya crítica liberó al pueblo hebreo de la esclavitud, hasta  Noam Chomsky y Christopher Hitchen en el siglo XX), fue solo con los enciclopedistas franceses del siglo XVIII que la opinión personal empezó a ser tenida en cuenta, y la crítica dejó de ser castigada con la pena de muerte.

Sin embargo, en Colombia el ejercicio de la crítica se paga con un disparo en la cabeza. O lleva al periodista a un exilio forzado.

Porque esta sociedad está acostumbrada a los mutuos elogios, a la lambonería abierta y descarada, a la palmadita en el hombro.

A nadie le gusta que le digan las cosas de frente. A nadie le gusta que le digan que está mal que reciba dineros del narcotráfico para financiar la campaña política.

Ya digo, aquí lo que gusta es la lambonería. Colombia es un país de lambones.

Y en medio de todo esto, cuando sale un periodista crítico a aguar la fiesta, lo declaran enemigo público del orden establecido.

Lo cual  es un honor  porque  hay que echar por el piso el orden establecido y ser resistencia a todos los poderes: al poder de la Iglesia, al poder político, al poder económico. Incluso hay que estar en contra de esa autoridad histórica que desde los tiempos de Heródoto, cuando cubría la guerra del Peloponeso, viene torciendo a través de los siglos el sentido de la realidad.

Porque creo que el periodismo sirve de espejo para mostrarle a la sociedad sus propios horrores y sus más profunda pesadillas colectivas.

Por eso la crítica es fundamental. El columnista debe ser una rueda suelta dentro del sistema. No debe escribir a favor de nadie sino en contra de todo. Porque todo está mal hecho.

Desde el soporte de las instituciones hasta las ideas políticas. Y la vida misma.

Decía Jean Paul Sartre que un niño que muere de hambre pone en duda la existencia de Dios. Y hasta la existencia de Dios hay que cuestionarla.

Y a sus ministros en la tierra, que se enriquecen en su nombre y llevan a las guerras a sus fieles.

El periodista debe estar comprometido con la sociedad que lo parió. Y cuando esto sucede, la crítica es inevitable. Porque, como decía Marx, de lo que se trata no es de entender el mundo, sino de transformarlo: con las ideas, claro. Pero también con las acciones que provienen de esas ideas.

Una sociedad sin crítica está condenada a la extinción. Los momentos más importantes de la historia son el producto de la crítica. Voltaire, Zola, Orwell (en Homenaje a Cataluña) y  Christopher Hitchens (en Dios no es bueno), para citar apenas unos cuantos casos, le han dado, cada uno a su época, un poco de esplendor gracias a la crítica.

De modo que no hay que linchar a Iván Gallo por su artículo en Las 2 orillas (como han hecho muchos en las redes sociales), sino que hay que cuestionarlo con argumentos. Una opinión se discute con otra opinión. Lo demás es volver a los tiempos del oscurantismo. Y si por algún error (y falta de tolerancia) caemos en la violencia que criticamos en privado, pienso que hay que marcar con urgencia el teléfono de Voltaire.

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