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El hombre que repicaba y andaba en la procesión
Hablaba con propiedad, con fe y con mucha vehemencia sobre la necesidad imperiosa de oponernos a la ruptura de relaciones con Venezuela.
Viernes, 22 de Julio de 2022

Conocí a José Neira Rey hace muchos años, cuando existía el MUAN, Movimiento de Unidad de Acción Nortesantandereana, que después pasó a llamarse sólo UAN, Unidad de Acción Nortesantandereana, pero como las cosas sin movimiento no funcionan, la Unidad se fue desintegrando hasta que se acabó. Hoy nadie habla de acción y mucho menos nortesantandereana.

Era una mañana de sol ardiente, y para esquivarlo, me metí al edificio de la Cámara de Comercio, donde se anunciaba  la charla de un tal José Neira Rey, sobre algún problema con Venezuela. Más por buscar aire acondicionado que por la trifulca limítrofe, me colé a la conferencia. Me sumé a los cuatro pelagatos que allí había y entonces ya fuimos cinco pelagatos.

El hombre, de aspecto imponente, de saco y corbata, barba cerrada y ojos inquietos que iban de un lado a otro de la sala fresca pero casi vacía, hablaba con propiedad, con fe y con mucha vehemencia sobre la necesidad imperiosa de oponernos a la ruptura de relaciones con Venezuela.

Cuando en la capital de la República hablaban de una posible guerra con Venezuela y en Cúcuta se rumoraba la llegada de tropas a la frontera para defender nuestra soberanía, el hombre se aferraba tercamente a la idea de que ni por el carajo a la ciudad le convenía un enfrentamiento bélico con Venezuela. Y levantaba la mano y la voz le temblaba para declarar que el futuro nuestro no estaba en acciones armadas con nuestros vecinos, sino al contrario en el intercambio comercial y en el “hacernos pasito” cuando la cosa se pusiera dura.

Por esos días escribí una columna en La Opinión donde le pedía al alcalde que no tapara los huecos de las calles (como cosa rara las vías estaban vueltas nada) porque podrían servirnos como trincheras o escondites cuando se desatara la guerra con Venezuela. José escribía su columna Notas al Margen, entonces me llamó, entre colegas, para decirme medio en son de chanza y medio serio, que no habría guerra y que le ayudara en esa campaña.

En efecto, no hubo guerra, pero hasta última hora, José seguía insistiendo en la necesidad de unirnos con los venezolanos en lugar de vivir sacándoles la lengua y echándoles madrazos en voz baja.

Mucho tiempo después (perdónenme el tono garcíamarquiano) habríamos de recordar la mañana aquella de su conferencia. Y muchas otras. Porque José para hablar en público, echar discursos y hablar de la integración fronteriza, la tenía facilita. Esa era su obsesión. “Que ellos resuelvan allá su situación política –decía- pero la integración fronteriza no se puede resquebrajar”.

Volvimos a encontrarnos después en la Academia de Historia y fue cuando supe de la verdadera gran dimensión de José para jalarle a todo: Periodista, escritor, filósofo, amigo de las estrellas, hombre de prensa y de radio, empresario, amante de tirantas y bastón elegante, ameno conversador, conferencista invitado y no invitado, crítico mordaz de los malos gobiernos, cronista de medios, convencido solemne de que o arreglamos esta vaina con Venezuela o nos carga el patas, bien vestido y mejor hablado (jamás le escuché una grosería, ni siquiera un “!toche!”), pero sobre todo un amor desaforado por Cúcuta, la ciudad que lo recibió cuando era apenas un adolescente, y a la que le entregó todos sus afectos.

-Mis hijos me viven diciendo que me vaya con ellos al exterior- me dijo una vez.-Pero mi vida y mi muerte están en Cúcuta.        

José Neira Rey andaba en todo. Por eso, repito, el hombre  repicaba y andaba en la procesión.  

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