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El bien decir
Es como encontrar el pasado atado y, en vez de desatarlo y amarrarlo nuevamente.
Domingo, 14 de Junio de 2015

El hecho de que hayan cambiado el lenguaje, las costumbres y el comportamiento humanos, no implica que cambie el mensaje humanista que debe sembrarse en la sociedad. Desde luego, es necesario adaptar el modelo moderno de comunicación al nuevo contexto, sin precedentes en la historia: ante, los cambios fueron siempre graduales, de siglos pero ahora, no; la vorágine de la ciencia transformó todo en un ámbito de poder de las cosas sobre las personas.

Se olvidó que con las palabras se puede enseñar y con el manejo adecuado del lenguaje se puede comunicar la libertad, además de dotar de adjetivos de ternura los predicados. Ahora todo está permitido: está bien, hay que aceptarlo, pero no puede olvidarse que deben establecerse, aún, diferencias entre lo que es bien decir (bendecir) o mal decir (maldecir), para que se puedan identificar las normas que nos orienten en las decisiones.

Es como encontrar el pasado atado y, en vez de desatarlo y amarrarlo nuevamente, proceder a cortarlo, sin perder aquella sustancia que correspondía a normas de vida y de conducta aceptadas por todos.

El problema del facilismo tomó ventaja, sacrificando lo general por lo particular, dejando a la deriva fundamentos que son imprescindibles en cualquier época de la humanidad. La única forma de rescatar la nobleza es hablar con nobleza, con una verdad estimulante, presente en los actos e, incluso, en los sentimientos.

Repito que la peor novedad es que todo se permite, pero no todo es para bien: si a la juventud no se le educa en un lenguaje positivo, en palabras conscientes y humanistas, será dominada por los excesos. Eso antes se llamaba templanza, y consistía en moderar los apetitos para mantenerse firme en el criterio de respetarse, decorarse con virtudes, adaptarse y controlar la vida que, de suyo, tiende a desbocarse.

El ser humano no puede haber olvidado que existe la conciencia, esa interna voz que suena como una campana dentro de uno mismo, así su eco se pierda en las voraces tramas de la materialidad.

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