Colombia se ha caracterizado por ser un enclave de estabilidad macroeconómica en América Latina. El manejo responsable de la hacienda pública y del banco central han permitido, por ejemplo, que seamos el país de la región con menores registros de decrecimiento del PIB en los últimos ochenta años, o que sobresalgamos por haber mantenido la inflación controlada en las últimas décadas.
Estos logros al igual que muchos otros -como la reducción de la pobreza o el aumento en la cobertura en sistemas de salud y educación por solo mencionar un par- han sido fruto del trabajo de diferentes gobiernos que, a pesar de tener contradicciones políticas, fueron responsables en el manejo de los agregados macro. Pero por muy buenos y ciertos que estos hechos sean, pienso que se equivocan quienes los utilizan para dar argumentos en contra de las motivaciones que guían los movimientos que se toman las calles del país desde el pasado mes de abril. La razón es sencilla: quienes protestan de manera genuina lo hacen precisamente porque sienten que ese progreso del que tanto se habla nunca les llegó.
Desde los años 70 se ha demostrado incansablemente que el crecimiento económico aunado con estrategias que contengan la desigualdad -este último punto mucho más reciente- es el arma más efectiva para mejorar la vida de las personas. El dilema consiste entonces en la complejidad de convencer de las bondades del crecimiento a quienes sienten que ese mismo progreso jamás los ha incluido.
¿Acaso no es ingenuo hablarle de cifras reducción de pobreza a quienes por los estragos de la pandemia hoy sólo ponen comida en su mesa una vez al día? ¿Cómo explicarle los beneficios de la estabilidad de precios a quienes llevan una vida sintiendo lo que es no llegar a fin de mes? ¿De qué manera se convence a los jóvenes que día a día tienen que elegir entre almorzar una empanada o comprar un pasaje de bus de los beneficios que trae consigo el crecimiento? ¿Cómo predicar que hemos venido cerrando la brecha de género cuando el 35% de las mujeres de entre 14 y 28 años no estudian ni trabajan? Desconocer o ignorar esas realidades
y buscar refugio en las cifras es un camino fácil y pragmático, pero está muy alejado de ser la estrategia más astuta si la intención real es que nos montemos todos en la locomotora de la productividad y el crecimiento económico. Al contrario, esta interacción puede terminar incentivando el ya tan promovido desde un sector político odio de clases, pues envía una señal muy clara de desconexión entre el establecimiento y la ciudadanía.
Por su parte, los líderes de hoy se han dedicado, por un lado, a venderle soluciones falsas y carentes de rigor a la población, llegando a sugerir, por ejemplo, expansiones de la masa monetaria como mecanismo principal de financiación del gasto público. Y por el otro, a desconocer y deslegitimar los reclamos genuinos de quienes ejercen ética, pacífica y cívicamente su derecho a mostrar descontento para con las reglas de juego actuales.
Lo cierto es que el país está pidiendo a gritos un liderazgo que logre reconocer que estos problemas persisten más allá de la tendencia hacia el bienestar que marcan las cifras, y que a su vez proponga soluciones reales para los mismos. Un liderazgo que cure la disonancia entre lo técnico y lo humano, entre los datos y la calle, entre nuestras posibilidades y nuestras necesidades, y sobre todo entre las soluciones que se ofertan desde Bogotá a la demanda institucional heterogénea existente en todo el país.
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