Aunque ya quedó atrás, como noviembre tiene un indudable tufillo fúnebre intentaré algunos despropósitos contra la pelona. Es un truco para mantenerla alejada.
Abruma la sospecha generalizada de que la muerte es para toda la vida. Pero sería insoportable que la vida fuera para siempre. Inmortalidad, no figuras en mis planes.
El sueño es una muerte benévola de la que resucitamos todos los días. La reparadora siesta – mitaca onírica- es una metáfora de la eternidad que nos coquetea.
A unos les da por tirar piedra. Al presidente Trump le da por dañarle el desayuno al mundo, pero en las elecciones pasadas los demócratas le estropearon el suyo ganándole la Cámara.
A mí me da por invertir ocios visitando a futuros colegas. Por eso soy viajero frecuente en los cementerios.
Encantado repetiría la serenata que un grupo de fans les dimos en su mausoleo del Cementerio Central de Bogotá a José Asunción Silva y a su hermana Elvira, “bella de perfil”. Queríamos hacer quedar mal un verso del melancólico suicida de La Candelaria: “¡Qué solos se quedan los muertos!”.
El suicidio suele ser peligroso para la salud (grafiteros como el que escribió lo anterior suelen tener razón).
Me ericé cuando viví la sensación de suicidarme por interpuesta persona. Lo supe la vez que un amigo me contó que había encontrado “mi” tumba en el cementerio parisino de PèreLachaise.
Otro falso positivo: El suicida se llama Óscar Domínguez, el célebre pintor español, pero yo sigo en la pasarela amancebado con los días “que uno tras otro son la vida”.
En Medellín ronco cerca de Jardines de Paz. Pobres mis vecinos del barrio de los acostados con el sueño interrumpido por el tropel que arman los rumberos al lado del hígado del picadero del Club El Rodeo.
Si no respetan los derechos de los vivos deberían respetar el reposo de los finados. Y el sueño de centenares de garzas blancas que tienen en los árboles de ese corredor ecológico su magnífico hábitat. Esas aves de elástico vuelo se despiertan, trasnochadas, con los ojos en la trastienda.
Me doy ínfulas de sobreviviente. Hace 40 años me coqueteó la parca. Ocurrió cuando el avión Hércules FAC 1001 en que viajábamos fue ametrallado desde tierra cerca del aeropuerto de Managua, en plena guerra de los sandinistas contra Somoza. (Ahora estorban el exsandinista presidente Ortega, señora y familia. También caerán).
El Hércules, ballena del aire, quedó convertido en un queso gruyère. Por salvarnos la vida quisimos coger a picos al comandante del Hércules. Besuqueen al avión que aguantó, sugirió el coronel Beltrán serio como la sota de bastos.
Lo mejor es “entrar a la muerte como a una fiesta”. (Y disculpas, señor Borges, por citarlo tanto cuarenta años después de su visita a Medellín, donde bromeó, próximo a aterrizar en el Olaya Herrera: Si muero en este avión seré inmortal como Gardel…).