En lugar de cuarentena las monjas utilizan la bella y arcaica palabra clausura que le quita al retiro el antipático inri de obligatorio. En los claustros la libertad y su carnal la soledad fluyen en medio del estrepitoso silencio que se regalan.
Las religiosas eligieron vivir “lejos del mundanal ruido”. Es la ventaja que nos llevan a quienes vivimos en el siglo o en el mundo, dicho en su jerga.
En los conventos consumen un menú a base de oración y trabajo. Las llaman a rezar y están oyendo misa o triturando rosarios. Es su dieta para conservar la línea celestial.
En el barrio Mesa de Envigado, hay un enclave de clausura: el monasterio de la Inmaculada. Para llegar a ese Guantánamo teológico déjese llevar por el olor a santidad que allí se respira.
En ese enclaustramiento no entra ni el magnificat pero toman toda clase de precauciones para mantener a raya el bicho bautizado coronavirus. Exista o no, el diablo es puerco.
Para hacer más llevadero el aislamiento le pedí a la madre Margarita, la abadesa, que nos compartiera cómo viven el encierro: “No nos da tan duro porque nuestro apartamiento del mundo no es por huir sino voluntario, para buscar un proyecto de vida en silencio lleno de Dios y en soledad llena de oración. Para el común de la gente es un castigo, pero debieran ver la parte buena, que es por nuestro bien y aguantar. Se sufre porque nos resistimos”.
Le pedí más luces para batutear la cuarentena que nos tiene más guardados que el regalo para la amante.
Respuesta de sor Margarita: “Ustedes viven el aislamiento a la brava y nosotros por vocación que es un regalo de Dios que se da a pocos. Pero a pesar de ser vocación también nos hace falta la gente porque todos necesitamos de todos”.
Como las concepcionistas saben que lo malo de no caer en las tentaciones es que después no vuelven a presentarse (gracias, Wilde) hace tiempo se dejaron flechar por el wasap. Viven a un clic de Dios y de la tecnología.
Tienen gastos del tamaño de la Madre Superiora de Botero y saben que no solo de oraciones vive el hombre. Por eso venden toda clase de pecaminosas delicias de dulce y de sal. En tiempo frío, porque bajo el reinado del coronavirus la han visto cuadrada aunque saben que Dios aprieta pero no ahorca.
Madre Margarita redondea su cartilla: “Cuando se termine la cuarentena tenemos que estar agradecidos con Dios y tener una conciencia clara de que siempre está con su pueblo y no se cae una hoja de un árbol sin su voluntad”.
Amén, digo, y me pongo a atisbar por la indiscreta ventana como Jeff, el fotógrafo enyesado de la película de Hitchcock. Menos mal el coronavirus nos regaló un máster en voyerismo.