El historiador de arte austriaco Ernst Gombrich decía que la memoria es luz y es sombra a la vez, porque, de alguna manera, implica acotar aquellas cosas que se recuerdan y aquellas que no tanto. Mientras el tiempo corre y corre, las conmemoraciones se convierten en excusas para recordar que nuestra identidad no es fruto del caos. Y aunque siempre asumimos que la historia es como un río que corre hacia adelante, la memoria son las aguas que remontamos. Por eso recordar no es un acto de nostalgia (o no solamente), sino de consciencia de nosotros mismos.
Este 2021 es un año de conmemoraciones especiales para los nortesantandereanos. La primera que se nos viene a la mente es la de los 200 años de la Constitución de Villa del Rosario en 1821 –nuestra primera Carta Magna, la que nos dio vida como República–. Sin embargo, hay una que no podemos dejar pasar por alto: los cien años del nacimiento en Cúcuta de Virgilio Barco, el pasado 17 de septiembre.
En un país con tantas particularidades, acostumbrado a que cada día parece el más extraño de su historia (o el más complejo, o el más difícil, o, incluso el más feliz), es difícil saber hacia dónde apuntar esa lámpara que es la historia y esa luz que es la memoria. Por supuesto, apuntarla en un sentido implica dejar otras zonas en oscuridad, como decía Gombrich. Ese es el caso de don Virgilio Barco, a quien, a veces, pareciera que no lo hemos recordado suficientemente y, por ende, la magnitud de su figura histórica.
Algo en lo que podríamos coincidir es que la historia de Colombia nunca ha sido fácil y siempre ha estado protagonizada por los conflictos. Pero remontándonos a la década de los 80, parecía que habíamos superado por mucho los límites de la irracionalidad: el cáncer del narcotráfico se había expandido en cada una de las esferas de la vida cotidiana y la violencia que ello generó solo podrán dimensionarla quienes lo vivieron. Desde la toma del Palacio de Justicia en 1985 hasta las incontables matanzas llevadas a cabo por capos del narcotráfico o guerrillas que veían cómo su poder aumentaba proporcionalmente con el terror que generaban. Ese fue el contexto en el que llegó a gobernar don Virgilio, un gran cucuteño, un gran funcionario, un gran ser humano.
Normalmente resaltan en la historia, sobre todo en la historia política, los personajes muy llamativos, con voces fuertes, con personalidades extrovertidas y con tono altivo; personas que quieren ser, o al menos parecer, un mesías con un discurso rimbombante y “veintejuliero”. Pero ese no fue el caso de don Virgilio y por eso merece una mención especial, pues fue un personaje, sereno, tranquilo, sobrio y no por eso sin carácter, ni autoridad ni visión. Porque uno de los grandes males que nos ha hecho creer nuestra tradición política es que solo tiene autoridad quien es agresivo; que las ideas no pesan por la solidez de sus argumentos sino por la fuerza con que se pronuncien y esa fue una de las virtudes que hicieron que la llegada al poder de don Virgilio en 1986 fuera tan importante en ese momento.
Sin duda don Virgilio fue un hombre que supo entender la diferencia entre autoridad y poder. Y también entendió que quien tiene autoridad no necesita poder, porque con una peligrosa frecuencia son, incluso, conceptos antagónicos. Lo que necesitaba la Colombia de 1986 -y lo que necesita hoy y lo que necesitará mañana-, era alguien que se preocupara más por tener autoridad y no solo por acumular poder. Esa claridad y esa visión hizo que don Virgilio pudiera soñar con un país que superara una etapa oscura de violencia y que esa nueva página se materializara con una nueva Constitución que reemplazara la ya anacrónica Constitución de 1886. Ya habían sido muchos los intentos, pero ninguno había logrado mayor cosa.
En 1988 Barco intentó promover infructuosamente un plebiscito que permitiera fle xibilizar las reglas para modificar una constitución que parecía de piedra. Y aunque no tuvo éxito, su iniciativa y su capacidad de diálogo con sectores políticos y de agrupaciones sociales – especialmente de jóvenes – permitió que se sentaran las bases de lo que posteriormente sería la Constitución del 91. Ese apoyo decidido a los jóvenes que lideraron el movimiento de la séptima papeleta se materializó con la orden que dio don Virgilio a la organización electoral de contabilizar los votos depositados que pedían la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente y así pasó de ser un simple sueño a una realidad.
Lastimosamente, las nuevas generaciones no tienen en perspectiva el papel que tuvo don Virgilio en este proceso constituyente de 1991, porque la “lámpara de la historia” pone su luz en personas como Álvaro Gómez Hurtado, Antonio Navarro, Horacio Serpa o el entonces presidente Cesar Gaviria. Y claro que tienen mucha importancia, nadie dice que no. Sin embargo, injustamente esa “lámpara” pareciera dejar por fuera la figura de don Virgilio, quien tuvo un papel protagónico para convertir en realidad una nueva Constitución que no solo era importante porque reemplazaba la ya anacrónica Constitución de 1886, sino porque en la práctica fue un hecho político sin precedentes para que los colombianos pudiéramos tener paz y esperanza en un futuro más allá de la sangre, dolor y lágrimas a la que nos tenía condenado el narcotráfico. La Constitución del 91 fue un símbolo de que los colombianos habíamos escogido el camino del entendimiento y no el de la muerte, y en eso el papel de don Virgilio fue protagónico.
Personalmente, prefiero hablar de “don Virgilio” y no del “expresidente Barco” como una especie de homenaje a su lado más humano. Por supuesto, eso no quita ningún mérito o dignidad a su figura como expresidente, o excongresista, o exministro, o exembajador o exalcalde. Porque, si bien fueron muchas las posiciones de servicio público que ocupó don Virgilio, él siempre fue un hombre que nunca perdió su esencia humana, independientemente de cuál fuera su cargo, su función o, incluso, su partido político.
Si uno se detuviera a mencionar una a una las grandes obras de don Virgilio en cada una de sus etapas como funcionario público, probablemente se necesitaría muchísimo tiempo. Todas ellas demostraban una clara visión de futuro, de modernidad, de desarrollo de la infraestructura, de fortalecimiento institucional y de diálogo como mecanismo de construcción. Pero como mencioné desde un principio, me quedo con su lado humano y no con su cargo.
Esta conmemoración de los 100 años del nacimiento de don Virgilio sirve como oportunidad para recordarlo y para plantearnos una reflexión. Los grandes hombres no lo son porque hablen mucho de sí mismos o de sus logros: la verdad es que los grandes hombres dejan que sean los hechos los que hable en por si solos. Y sí que hay muchos hechos para poder dimensionar la grandeza de don Virgilio. Pero, sobre todo, es una grandeza que nos invita a aprender sobre la importancia de tener serenidad y carácter, entendiendo que no son antónimos y que, de hecho, fruto de las dos surge la sabiduría como columna vertebral de la autoridad. Bien lo decía don Virgilio con su lema de “pulso firme y mano tendida”.
La gran lección que nos deja hoy a todos, a sus hijos, a sus coterráneos y a los connacionales del país que gobernó, es que el verdadero sentido de servicio debe estar despojado de toda vanidad y debe poner por encima la fuerza de las palabras y no la de la violencia y la agresividad. Este país que hoy conmemora los 100 años del natalicio de un gran hombre, necesita más personas con la humanidad de don Virgilio. Así tendríamos un país en el que sea posible soñar y conciliar nuestras diferencias y escribir un futuro en el que quepamos todos.