Madrid – Aunque a primera vista no lo parezca, las eternas filas de espera que, incluso en estos digitales tiempos pospandémicos, todavía subsisten en algunas entidades ineludibles del engranaje social sirven a una invaluable función cultural, pues convierten a la lectura en la única alternativa cuerda contra el pulso parsimonioso que diariamente los usuarios echan a la brutalidad espesa del paquidérmico avance del tiempo. Soy un firme defensor de ellas y un convencido entusiasta de los indiscutibles beneficios literarios de su ineficiente funcionamiento, por lo que nunca dejo de asombrarme con su alquímica capacidad para transmutar nuestra dimensión temporal en una sustancia maleable que aplatana todo a su alrededor. Nada ni nadie puede escapar de la anquilosante fuerza de atracción de las filas.
Ahora bien, en aras de la precisión técnica que demanda este tema, es necesario dejar claro que no todas las filas son iguales y que, por ende, los beneficios que el lector obtiene de cada una varían considerablemente. Ya en este punto, muy seguramente el ojo bien entrenado en el arte de la espera burocrática habrá identificado que las hileras zigzagueantes de los bancos son, de lejos, las mejores para devorar novelas. Neutralizados los celulares gracias a la autoridad inapelable de las miradas fulminantes de sus guardias de seguridad, y ante la imposibilidad natural de quedarse dormido de pie, las sucursales financieras de toda Colombia son auténticos santuarios literarios ocultos a plena luz del día.
También merecen una mención especial las filas kilométricas de las Cámaras de Comercio, particularmente aquellas que se apelotonan de humanidad el último día del plazo para la renovación de la matrícula mercantil; las soporíferas que se arremolinan entre la modorra bochornosa de las dos de la tarde en las Oficinas de Registro de Instrumentos Públicos y, personalmente una de mis favoritas, las de las dependencias locales encargadas de los trámites de movilidad, donde hay que ir bien equipado con algún best-seller de aeropuerto y que en tres sentadas corre el riesgo de agotarse antes de que la diligencia culmine su doloroso peregrinaje por el laberinto kafkiano de la burocracia informática. Por refugios sagrados para los libros como estos es que veo con bastante preocupación la digitalización del país y esas iniciativas de optimización a través de la tecnología que solo buscan acabar con las filas, destruyendo de paso el patrimonio literario que estas representan.
Mientras tanto, propongo que ofrezcamos algo de resistencia dando un paso más en la promoción de la lectura en estos espacios, hoy amenazados por el progreso, a través de la instalación de dispensadores gratuitos o puntos de alquiler de cuentos y novelas cortas. Con dos horas promedio de espera para un sello, firma o certificado, es posible desentrañar unos cuantos misterios en los relatos de Sherlock Holmes, seguir casi hasta su desenlace el rocambolesco juicio de Meursault en “El Extranjero” o presenciar el curioso renacimiento como bicho de Gregorio Samsa en “La Metamorfosis”. Así, “hacer vueltas” ya no solo será una inexcusable pérdida de tiempo sino también el motor invisible que disparará los índices nacionales de lectura.