Imagino las manos de Dios moldeando el barro: ¿en qué pensaría? De hecho en el hombre, amasado una madrugada, de seguro; tenía un sueño divino en sí, que se repetía en cada giro de las manos para fortalecerse en la luz y descansar en la sombra del atardecer. Fue un arduo trabajo.
Es un gozo metafórico el relato de la creación y ha debido quedarse así, sin el engaño realista que provino del mundo cuando se fue poblando, después de un paraíso soñado, para ser esto de ahora.
(Al despertar -el hombre- del sopor, se encontró con que no se debe creer en nada, ni amar nada, ni a nadie, porque en el fondo todo forma parte de un proceso continuo de decepciones del cual le queda una profunda enseñanza: -De la nada nací, en la nada subsisto y a la nada voy; soy parte minúscula de un universo en el que floto, de un viento que me lleva y me trae, de una fiesta de disfraces que dura mucho y uno se cansa de cambiar de traje-)
La explicación que se me ocurre es que Dios fabricaba una cadena, con eslabones humanos, para resolver la opresión del pecado, que no es eso de grave y venial, sino sólo hacer daño a otro. (Ahí se rompe la serie).
Imagino también a Dios hoy, tratando de componer el mundo a su gusto, cediendo, otorgando, perdonando, en fin, escarbando en la carroña de miserias humanas de los siglos, para decidir, de una, salvarlo o dejarlo al garete, a los gusanos.
Abre una ventana, chiquita, la oración íntima, pura, personal, sola, que crece en dignidad y no se afana por enredos superficiales.
Por ahí, en un camino de nostalgia, se llega al alma y uno descubre lo que Dios quería, lástima que tarde, porque la condena es hacer que, el hombre, no reconozca a tiempo la valiosa riqueza que tenía entre sus manos.