En los tratados de filosofía no he podido hallar una sabiduría, tal, como la de aquellos clásicos cucuteños de antes. Así, la apatusquería era una actitud en la cual uno, o los demás, exageraban sentimientos o apegos. Y ser sopón, era andar metido en todo, en el vaivén de las circunstancias o buscar, en el fondo, una recompensa por algo.
Por ejemplo, cuando uno de niño se caía y lloraba lo regañaban: “deje de ser apatusquero”: Le estaban diciendo, entre otras, que no debía causar pesar o misericordia, que necesitaba aprender las lecciones caseras del valor.
O cuando se metía en lo que no le correspondía lo acusaban de sopón. Le estaban enseñando, entre otras, la mejor lección de autenticidad que lo podía hacer independiente y digerir –solo- las cosas.
Lo lamentable, ahora, es que ya no son apatusquerías o soponerías caseras de las buenas. Todo se volvió farsa, la sociedad, los espectáculos, la gente, los aparatos, en fin, aquello que uno cree que no puede dejar de tener.
Y nadie lo regaña ni le dice que deje de ser apatusquero o sopón, porque todo el mundo está –igual- en ello, sin fundamento, sin decantar, ni valorar, para estar orgulloso de los propios progresos: ya no quiere ser uno un sí mismo, sino un simulacro del gran símil de marionetas que es la vida.
Mira uno manos que se estrecharon y hoy se golpean, o amores furiosos que se volvieron odio o, lo peor, indiferencia; o, en fin, simpatías que ahora son rencores y voces de desgracia. Ya no hay cosas humanas escritas y la felicidad se esconde entre los pliegues de sueños que no existen.
Cuando el azar ojee el libro de nuestras emociones y decida darnos cielo, nos dirá: “deje de ser apatusquero”, para que en el milagro de la espera el alma repose en la quietud y se despoje de las malas costumbres.