Una bestia, no hay otra forma distinta de definirla. Un animal colosal de cinco distritos de largo que no logra conciliar el sueño porque en sus entrañas bulle desbocada la efervescencia juvenil que hace girar al planeta.
La ciudad que es todas las ciudades al tiempo.
Un crisol cultural de curtido metal dentro del cual se funden hirvientes las tradiciones gastronómicas, el folclor musical y las complejidades lingüísticas de todos los pueblos que habitan el mundo.
Nueva York es fácilmente el modelo de metrópolis que todas sus colegas aspiran ser algún día: Siempre a la vanguardia y creadora de tendencias, tolerante y diversa hasta niveles asombrosos, un verdadero santuario tanto para los de afuera como los de adentro.
Todos desembarcamos aquí con una ilusión, pues los sueños son el cemento que mantiene juntas sus calles kilométricas, cuales serpientes amazónicas, y evita que los rascacielos leviten llevados por la gravedad cero de la que gozan por estar tan cerca del sol.
Sus rincones esconden lo mejor y lo peor de todos nosotros, desde los excesos más aberrantes hasta sublimes momentos que alimentan el alma.
Ay, Nueva York, eres como una niña caprichosa que se deja amar con locura y facilidad, solo para partirte el corazón al día siguiente y recordarnos lo solos que vinimos a la Tierra. Pero no solo quitas, sino que también das.
Sus andenes convulsionan a diario por el frenético trepidar de los transeúntes endemoniados que se empujan para salir de la estación de Times Square, al brillo cósmico de sus pantallas titánicas que te lo quieren vender todo mientras sientes el calor abrasador del capitalismo que te posee.
El dinero fluye por las avenidas como ríos verdes de corriente indomable que te puede arrastrar si parpadeas.
Propina tras propina, cada nuevo amanecer trae consigo un bacanal de efectivo que pasa de mano en mano con desdén, como si la plata fuera un ser mítico que necesita teletransportarse entre bolsillos para mantenerse con vida.
Y también está, por supuesto, el neoyorquino, ese personaje enigmático de característica frialdad, y cada vez más difícil de hallar, que lucha por la supervivencia de su estirpe en un mar de extranjeros que le ahoga, lo define y le saca a flote. Con el paso de los días, lo quieras o no, mutas internamente hasta convertirte en uno de ellos. Las luces te obnubilan, la lentitud te desquicia, lo novedoso te hala, los demócratas te agradan y para cuando lo notas, has completado tu camuflaje y puedes mimetizarte entre el ruido mientras lees el último New Yorker.
Las luces de Manhattan se filtran líquidas por entre el cristal de la ventana del avión una última vez, mientras con cada pie de altura que ganas la gran manzana se va haciendo pequeña y más pequeña. Al fondo distingues el imponente One Trade Center, el Empire State, el puente de Brooklyn y los demás símbolos que gracias a tu tiempo allí sientes un poco más familiares. Adiós, Nueva York. Adiós, bonita, nos volveremos a ver.